Capítulo 2: Vida en la Muerte

 

Hambre

no-humana

Cuando el hambre inmortal devora tu alma

 

Capítulo 2: Vida en la Muerte

   

La cena
El Ataque

Había comenzado a llover con gotas finas pero persistentes. Marcus caminaba sin rumbo, sus hombros encogidos, las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo. No sabía hacia dónde iba. Cada paso resonaba hueco en las aceras vacías, como si la ciudad se deshiciera a su alrededor.

Las luces parpadeantes de los semáforos lo confundían. Por un momento creyó haber pasado por esa esquina antes. ¿O era otra? Todo parecía igual. Todo parecía distinto. Hasta que la vio.

La limusina negra. Detenida en la esquina, bajo un farol moribundo. El mismo coche que había rechazado minutos antes. Silencioso. Esperando. Como si supiera que él regresaría.

Marcus se detuvo. No sabía si reír o gritar. Dio un paso hacia la calle… y entonces la vio a ella.

La anciana. La del perrito blanco.

Caminaba lentamente con su paraguas plegable de color rojo. Su bichón maltés trotaba con dificultad a su lado, temblando con cada relámpago. La mujer murmuraba cosas, seguramente enfadada con el clima, con el mundo, tal vez con él. Porque lo había reconocido. Lo señalaba y le decía algo. Pero Marcus no escuchaba. El hambre era una campana aguda y constante que le llenaba los oídos.

La miró como si la viera por primera vez. Su piel delgada, sus venas azules como raíces bajo la tierra. El calor que se adivinaba bajo sus ropas mojadas.

Y entonces sucedió.

Se abalanzó sobre ella con una rapidez que no sabía que tenía. No pensó. Solo sintió.

Los gritos fueron apagados por la lluvia. La sangre brotó cálida, viva, y al tocar sus labios, Marcus sintió algo que jamás había conocido: alivio. Plenitud. Como si todas las piezas rotas de su alma se alinearan de golpe. Bebió con furia. Con gozo. Con necesidad.

Cuando por fin la soltó, la anciana cayó como una hoja mojada, sin peso. El bichón maltés se quedó quieto, con los ojos abiertos, sin comprender, sin moverse. Reconociendo al depredador alfa.

Marcus retrocedió. Sus manos temblaban, su boca ardía. La sangre le manchaba el cuello, el pecho, las mangas del abrigo. Miró sus dedos y vio el temblor.

Entonces echó a correr, sin mirar atrás.

Corría con el corazón en llamas, con el cuerpo lleno y el alma rota. Sabía que aunque volviera a casa, ya no podía volver a sí mismo.

 

Marcus Smith-Kearns, El FRIKI
Sin pruebas

Marcus no recordaba haber corrido tanto desde que era un niño. Ni siquiera sabía en qué barrio estaba cuando sus piernas empezaron a fallar. Siguió a trompicones, respirando de más por puro hábito, aunque ya no lo necesitara. La lluvia le había pegado la ropa al cuerpo, diluyendo la sangre, pero no lo suficiente. Las manchas seguían ahí, oscuras, viscosas, delatándolo.

La llave cayó dos veces antes de acertar en la cerradura. Abrió la puerta de su apartamento y la cerró con un portazo seco, como si pudiera encerrar el mundo allá afuera. Apoyó la espalda en la madera, jadeando, y solo entonces se permitió temblar.

La sangre en sus manos ya se había secado en parte. El cuello de su camisa era un mapa rojo y pegajoso. Su abrigo olía a cobre y a perro mojado.

Cruzó el salón sin encender las luces. Conocía cada rincón. Cada grieta del parquet, cada mueble maltratado. Entró al baño. Cerró la puerta.

Se miró en el espejo.

La mirada que le devolvía el reflejo no era la suya. Tenía los ojos inyectados en sangre, el rostro demacrado, los labios aún manchados. Se tocó la boca y sintió cómo la piel vibraba, como si no terminara de ser suya.

—No. No. No —murmuró, y se quitó la camisa con torpeza.

La arrojó en la bañera. El abrigo fue detrás. Después los pantalones. Toda la ropa.

Abrió el grifo del agua caliente. Dejó que el vapor llenara el baño. Vertió lejía sobre las prendas, luego jabón, luego agua oxigenada. Todo lo que tenía. Lo mezcló con las manos desnudas, como un alquimista desesperado.

La sangre no salía del todo.

Agarró un cepillo de raíces del armario y empezó a frotar con furia. Una y otra vez. Hasta que sus nudillos quedaron en carne viva. El agua que corría por el desagüe era rosada. No bastaba.

Salió del baño desnudo. Cogió una bolsa de basura industrial de la cocina. Metió la ropa empapada dentro. La ató tres veces.

Volvió al baño. Pasó la esponja por el borde de la bañera, por el suelo, por las paredes. Cada gota. Cada salpicadura. Revisó su reflejo. Se duchó con prisa y se lavó la boca con enjuague hasta que le ardieron las encías. Se enjuagó otra vez. Se cepilló los dientes. Volvió a mirar.

Todavía estaba ahí. El monstruo.

A la mañana siguiente quemaría la bolsa. O la tiraría a un contenedor lejos de allí. Por ahora, la dejó en el suelo de la cocina, en una esquina hasta saber qué hacer con ella. Después se dejó caer en el sofá. No encendió la luz. No cerró los ojos. Solo se quedó ahí. Escuchando su propio corazón. 

Preguntándose cuánto tiempo más sería capaz de oírlo.

 

Jennifer, Novia de Marcus
Grupo nuevo

Marcus dejó atrás el portal del edificio de Jennifer como si huyera de una escena del crimen. El portazo lo sintió en la columna vertebral. Afuera, la noche no se había calmado. Seguía lloviendo con la misma rabia desde hacía horas. El taxi ya se había ido. No importaba. Acababa de cortar con ella, le dijo que no quería ponerla en peligro. Ella no lo entendió.

Se apoyó en una farola temblando. No por el frío. Algo en su cuerpo palpitaba con un ritmo que no era suyo. Como si tuviera otro corazón, escondido bajo la carne.

El teléfono vibró en su bolsillo. Lo sacó con manos entumecidas. “Emerson”. Lo dudó un segundo antes de contestar.

—¿Marcus? ¿Eres tú? —La voz del ricachón era tensa, quebrada.

—Sí.

—¿Estás bien?

Marcus tragó saliva. Tenía la boca seca, como si hubiese comido cenizas.

—Más o menos.

—¿Te pasa… algo raro? Desde lo del incendio, digo.

Marcus se quedó en silencio.

—... digamos que no me encuentro... entero.

Al otro lado de la línea, Emerson tardó en contestar.

—Pensé que era el único.

—¿Que nos está pasando?

—No lo sé. Pero esto no es estrés postraumático. Es otra cosa. Necesitamos hablar. Todos. Ya.

Marcus se pasó la mano por la cara. Se sintió viejo. Roto.

—¿Dónde?

—Por ahora te meto en un grupo. Lo estoy creando. “Secuestro en el sótano”. Suena ridículo, lo sé. Pero al menos no estaremos solos.

Sonó el pitido de una nueva conversación en su móvil. Grupo nuevo. Cinco integrantes. Emerson, Mónica Belhurst, Theresa Harper (Terri), Arnold “Falsh” Simpson y Marcus.

Del otro lado del teléfono, la voz de Jennifer llorando.

—¿Marcus? ¿Marcus, por favor?

Emerson se detuvo.

—¿Jennifer?

—Sí —respondió Marcus sin emoción.

—¿Estás en su casa?

—Ya no.

—¿Todo bien?

—Sí.

Colgó sin despedirse. Guardó el teléfono y dejó a Jennifer atras. La lluvia le caía en los párpados y ya no sentía el frío. Tenía la boca llena de saliva metálica. Algo le empujaba por dentro. Algo que no entendía. Algo que empezaba a tener voz.

Y hambre.

 

NOCHE 1

Aquella misma noche, Vincent se encargó de tomar declaración a todos. Lo hizo con calma, cuidando cada palabra, y luego redactó el informe completo para que no tuvieran que enfrentarse a ni un trámite más de lo necesario. Era el marido de Mónica, sí, pero también era policía en Denver, y esa noche fue una suerte que él fuera uno de los secuestrados.

 

Arnold "Flash" Simpson, La Vieja Gloría
El final de una vida normal

Flash se despertó como si lo hubieran golpeado con una barra de hierro. Se quedó unos segundos mirando el techo de su apartamento, sin moverse. Su cuerpo entero dolía, pero no era el tipo de resaca que conocía. Era... otra cosa. Algo más profundo, más viejo. Un eco en su interior.

Se incorporó, jadeando. La habitación estaba a oscuras. El reloj en la pared marcaba las siete y media de la tarde. Había dormido todo el día, como un muerto. Y entonces recordó: la oscuridad, el frío. La trampilla. El calor abrasador. Los golpes contra la pared húmeda. Las alcantarillas. El túnel. Terri a su lado, con los ojos rojos como carbones encendidos. Emerson, pálido. La niña. La madre. La luz al final. El fuego. La mansión ardiendo como el infierno. Habían escapado. Apenas. A patada limpia.

El mayordomo de Emerson, ese tipo impasible de rostro marmóreo, los fue dejando uno a uno en sus casas. Como si todo aquello pudiera olvidarse con una siesta. Pero Flash no podía olvidar.

Se levantó. El suelo estaba frío, pero el aire no. El aire... ardía. Dentro de él. Algo hervía bajo su piel. Fue hasta la ventana. Cerrada. Intentó abrirla. La luz del crepúsculo filtrada por las persianas golpeó su brazo. El ardor fue inmediato. Se quemó. Literalmente. Cayó al suelo entre gritos, con la manga humeando.

—No, no jodas... —jadeó, con los ojos abiertos como platos.

Buscó su móvil. Dieciocho llamadas perdidas. Todo confusión. No sabía nada con certeza. No recordaba todo. Pero sentía algo... diferente.

Se duchó con agua fría. Nada lo calmaba. La ropa le picaba. El agua no lo refrescaba. El espejo no lo devolvía ¡No había reflejo!

Salió. Caminó sin rumbo por Denver, cubierto con su chaqueta de cuero y las gafas de sol. Aunque era de noche, se sentía desnudo ante las farolas. Cada persona que pasaba cerca le provocaba un tirón en las entrañas. Les olía la sangre. Literalmente. Los latidos se le marcaban en las sienes, el sonido se amplificaba. Pasó junto a una madre con su bebé y tuvo que contener las arcadas. El olor era dulce. Cálido. A vida.

Cruzó la calle a trompicones y entró en The Rusty Bullet, su cueva de siempre. La música sonaba suave. Algunos conocidos alzaron la mano al verle, pero él solo se acercó a la barra.

—Un bourbon —dijo.

Le sirvieron el trago. Lo probó. El alcohol le supo a vómito. Lo escupió sobre la barra sin querer.

—¡Eh, Flash, ¿qué te pasa?! —le gritó el camarero, ofendido.

—No... no sé —balbuceó.

Entonces vio a un viejo conocido, un tipo de su época callejera. Se acercó con una sonrisa nerviosa.

—Flash... hermano, pareces una sombra. ¿Te has metido algo?

Flash lo empujó sin querer. Su fuerza lo mandó al suelo. Todos lo miraron. Salió corriendo del bar.

Volvió a casa jadeando, con las manos temblorosas. Se encerró. Cerró puertas, ventanas, persianas. Se dejó caer frente al espejo del baño. Nada. No estaba.

Pensó en Theresa. En Terri con los ojos encendidos en el túnel. En Emerson mirando al perro como su fuera alimento. En la niña, Suzy, que lloraba pero no gritaba. En Mavis, aterrada. En Vincent, alejándose hacia la mansión en llamas.

Algo los había cambiado. Algo se los había llevado, y luego devuelto diferentes.

Flash se miró las manos. Recordó el hambre. El calor. El fuego. 

Y supo que su vida, las cenas con clientes, los flirteos, los tragos, las risas fáciles, había terminado.

Lo que quedaba ahora era una sombra que caminaba. 

Y tenía hambre. Hambre no humana.

 

Emerson Wilkershire III,
Empresario de Éxito
La grieta en el mármol

Emerson Wilkershire III se despertó con la camisa aún perfectamente abotonada. El sol se había ido hacía rato, pero él seguía tendido en el diván del salón de música, rodeado por cortinas de terciopelo y muebles de roble francés. Se incorporó con una lentitud que no le era habitual. Un zumbido sordo le retumbaba en la nuca, como una orquesta afinando mal al fondo de su mente.

Intentó recordar. Las imágenes volvían difusas: humedad, gritos, un sótano cerrado, las paredes frías. El lloro de una niña. Su madre abrazándola. A aquel joven pateando una pared hasta que cedió. El hedor de las alcantarillas. Luego, la casa detrás de ellos, devorada por el fuego. Y Windsor esperándolos con el coche, impasible, como si los hubiera recogido del club de golf.

—¿Se encuentra bien, señor? —le había preguntado Windsor con una reverencia suave mientras le abría la puerta de la limusina.

Ahora Emerson se miró las manos. Nada visible había cambiado.

Pero lo sentía. Lo sabía. 

Él había cambiado.

Se levantó con rigidez. Fue a la cocina. Intentó beber agua, pero no bajaba. Se hizo un café. El olor lo ofendió. Abrió el frigorífico, eligió un bistec crudo, lo sostuvo un momento entre los dedos. Su pulso se aceleró sin razón. Acercó la carne a la nariz. 

Y entonces la repulsión. Violenta. Primaria. Vomitó en el fregadero, seco, sin lágrimas. 

Lo que su cuerpo quería no estaba en esa cocina.

Afuera, la ciudad respiraba. Emerson decidió ir al teatro. Tenía ensayo con el grupo comunitario, una versión menor de La tempestad. Caminó por los pasillos aún con su abrigo de paño puesto, como si su piel hubiera perdido la capacidad de conservar el calor. Se subió a su Corvette. Las luces de Cherry Hills brillaban tenues bajo la luna.

En el teatro, todos notaron que algo iba mal. Emerson llegó en silencio, sin saludar a nadie, con las pupilas dilatadas, los labios resecos. Durante la lectura del acto II, su voz se quebró en una frase y se quedó mirando fijamente al actor joven que hacía de Calibán.

—¿Estás bien, Em? —le preguntó la directora.

—Sí... —dijo, y al volver la vista al muchacho sintió un deseo tan atroz como irracional. No sexual. No emocional. Primitivo.

La sala se volvió insoportable. El sudor de los cuerpos. Los corazones latían. Las venas bajo la piel. Y notaba como sus colmillos se agrandaban lentamente molestándole en la boca. Emerson se tapó la boca dejó el guion sobre la silla, se excusó con frialdad y salió a toda prisa.

Caminó hasta un parque cercano, temblando. El césped húmedo le devolvía la compostura. Se sentó bajo una escultura ecuestre y respiró.

Un perro callejero se le acercó. Le ladró dos veces. Emerson lo observó con curiosidad distante. El perro se calló. Bajó la cabeza. Se fue.

Los animales lo sabían.

Windsor lo recogió más tarde en su limusina negra, sin preguntar. De camino a casa, Emerson miró su reflejo en la ventanilla: perfecto, elegante, difuso. Algo en el cristal lo esquivaba. Su forma ya no era del todo suya.

Esa noche, al volver a la mansión, encontró el piano abierto. Sus dedos tocaron el primer compás de un nocturno de Chopin. Sonó hueco. Carente de alma. Su alma, quizá, ya no estaba allí.

Mónica le había escrito un mensaje: 

“¿Recuerdas lo de anoche? Yo no estoy bien. Llámame.”

Emerson no contestó. Apagó el móvil. 

Se sentó frente al fuego apagado del salón y murmuró:

—Esto... no es un mal sueño. Esto es... el principio de otra cosa. 

Y entonces lo comprendió: 

Su vida perfecta había terminado.

Y nadie, ni siquiera Windsor, podría repararla.

 

Theresa Harper "Terri",
Profesora de Química y Empresaria
Reacciones irreversibles

El primer síntoma fue el reloj. Eran las 19:03 y Theresa aún seguía en la cama. No recordaba haber cerrado los ojos. Solo oscuridad. Luego el incendio. El agua sucia de las alcantarillas. El jadeo de Flash corriendo tras ella. 

Y después…  Nada.

Se duchó. El agua caliente no calentaba. La piel le dolía al contacto. Se puso ropa formal: pantalón negro, blusa blanca. Al mirarse en el espejo, notó algo… apagado. No ausencia de reflejo. Ausencia de presencia. Su mirada no devolvía nada.

Aún podía llegar a la última clase de recuperación.

En el instituto, el pasillo olía distinto. No a desinfectante o a sudor adolescente. A sangre. Hormonas. Piel caliente. Pánico microscópico. 

Entró en clase. Los alumnos, ruidosos. Sus palabras eran estridentes, huecas. La tiza entre sus dedos vibraba. Lo apretó con fuerza.

—Abrid la página 173. Cinética enzimática.

Nadie obedeció. Un chico en la segunda fila mascaba chicle.

—¡Estoy hablando! —dijo. Su voz retumbó. Literalmente. El cristal de las ventanas vibró.

Todos se callaron. Uno incluso retrocedió en la silla. Ella pestañeó. 

¿Qué ha sido eso?

 

En el laboratorio, intentó concentrarse. Reacciones catalíticas. Ácidos nucleicos. El pH del buffer.

Pero el problema era más simple: 

No sentía el corazón. No bombeaba. No pestañeaba. No respiraba. Y sin embargo, vivía.  

Jurgen, Socio Ingeniero

Esa noche, tenía cena con Jurgen. Cliente nuevo: Beringer Solutions. Restaurante con luces bajas, carne roja, vinos caros.

—¿Estás bien? —preguntó Jurgen, mirándola con desconfianza—. No has dicho una palabra desde que has llegado ¿y dónde está Flash?

—Estoy... algo cansada.

Jurgen, con su torpeza habitual, derramó el vino sobre la carta y se rompió la copa. El camarero se agachó para limpiarlo y cortó con los cristales.  Theresa lo miró. El corte. El hilo de sangre. 

El mundo se apagó.

El murmullo del restaurante. Las conversaciones. Todo se desvaneció, excepto el pulso de esa gota descendiendo por el dedo del camarero.

—Disculpad —dijo, poniéndose de pie. Salió al callejón trasero sin mirar atrás.

 

El aire de Denver era denso, irrespirable. Las farolas la herían.

Apoyada contra el muro del callejón, sintió un escalofrío profundo. No era miedo. Era... ¿hambre? 

Necesitaba entender qué era aquello. Qué la estaba consumiendo por dentro.

En casa, abrió su kit de muestras. Se extrajo sangre. Negativa al tacto. Negruzca. Densa. 

pH alterado. Temperatura: 22 grados. Sin rastro de actividad mitocondrial.

“Células muertas. Pero funcionando.”

Lloró. Por un momento. Pero sus lágrimas eran de sangre.

 

Vincent Belhurst, Marido de Mónica
El veredicto del hambre

Mónica Belhurst despertó en su cama, como cualquier otro día, aunque la luz que filtraban las cortinas le resultaba obscenamente hostil. El calor del sol en su piel era una agresión. Se levantó con dificultad, tambaleándose. En la cocina, el olor del café le revolvió el estómago.

—¿Moni? —Vincent apareció con su taza, uniforme ya puesto—. Son casi las ocho, dijiste que irías temprano a la oficina.

Ella no respondió. El zumbido del mundo la aturdía: el ventilador del microondas, el agua corriendo, la radio vecina. Todo era demasiado fuerte, demasiado vivo. 

La voz de Vincent, por primera vez en años, le pareció desconocida.

—¿He dormido todo el día? preguntó finalmente, apenas reconociendo su propia voz—. Me duele todo.

Vincent la abrazó, pero el contacto la repelió. Su piel olía distinta. Olor a sangre calientes, a ser humano. Ella se apartó con un susurro: 

—Tengo que irme. Recuerda que tengo la redada, puede que esté fuera unos días ¿Estarás bien? Puedo coger la baja…

—Descuida. Ve tranquilo, los malos no descansan —dijo ella.

Park Morgan,
Fiscal del Distrito

En la oficina del fiscal, Mónica aguantó como pudo. La luz fluorescente era un castigo. Park Morgan le hablaba del caso: un triple homicidio en Capitol Hill, posible ajuste de cuentas. Fotos. Cuerpos. Cortes profundos.

Ella no podía mirar. No por asco. Por hambre.

—¿Mónica? ¿Estás bien?

—Necesito un descanso —dijo. No esperó respuesta.

Cruzó el pasillo tambaleándose. En el baño, se miró al espejo. 

Nada.

El reflejo estaba… apagado. Ella estaba ahí, pero la luz no la tocaba igual.

Parecía dibujada en lápiz, un boceto entre las sombras. Se tocó el rostro. Frío.

En la tercera planta, una asistente se cortó con una grapadora. Mónica lo olió desde el baño. Dios. No.

Pero bajó. Paso a paso.

Vio la gota en el dedo de la chica. Un instante. Un destello rojo. 

La boca de Mónica se llenó de saliva. La sed era absoluta. Sus colmillos habían crecido... la chica gritó al ver a Mónica.

Salió a la calle sin rumbo. Necesitaba aire. Niebla. Oscuridad. 

Esa noche, Vincent la esperaba. Ella no volvió. 

Fue al teatro pero no se atrevió a entrar al ensayo. Se escondió donde nadie pudiera molestarla y durmió en la oficina del teatro, rodeada de telones y polvo. 

Cuando despertó, ya no era la misma. 

—No puedo estar con Vincent. No puedo tocarlo sin sentir… hambre. —pensó.

 

Gunbuster RX-K11
No abras los ojos

Marcus Smith-Kearns abrió los ojos y el techo de su apartamento lo recibió como una amenaza. Un pitido punzante le taladraba el oído derecho. Todo le dolía: la boca reseca, los ojos cargados, el estómago como si se hubiera roto por dentro. 

La ventana filtraba una luz tenue, pero suficiente para que tuviera que cubrirse con la manta. 

La luz del sol. Dolía. Como una traición. Recordaba… algo. 

Un sótano. Emerson. Una niña llorando. El suelo húmedo. Las alcantarillas. La casa ardiendo. El mayordomo de Emerson con ese acento extraño y su manera de abrirles la puerta del coche como si fueran nobles rescatados del Titanic.

Se incorporó. El reloj marcaba las siete y media de la tarde.

—¿He dormido todo el día? —se preguntó en voz alta, su garganta estaba rasposa, casi ajena. 

Se arrastró hacia el baño. El espejo… no lo devolvía bien. No era que no tuviera reflejo, sino que estaba borroso, como si un algoritmo lo intentara renderizar y fallara a medias. 

Los ojos. Eran los ojos. Algo brillaba dentro.

Miró el móvil y tenía nueve llamadas perdidas de Jennifer. Apagó el volumen.

Tenía que salir. Tenía una reunión con un coleccionista de Seattle, el tipo que buscaba esa réplica original del Gunbuster RX-K11. Se puso su sudadera vieja, la de los parches, y bajó las escaleras evitando mirar la luz del anochecer.

El aire olía raro. Demasiado. 

Todo lo olía. El vómito seco del vagabundo del portal. El aceite del puesto de perritos a dos calles. El miedo de un gato escondido bajo un coche. 

Y… la sangre. En la acera. De una rodilla raspada. Un niño lloraba. 

Marcus se tambaleó. Cerró los ojos. Siguió caminando. 

Llegó al bar de siempre para reunirse con el coleccionista. Pedían siempre lo mismo: él una cerveza, Marcus una tónica con lima. Pero esta vez…

No pudo beber.

El interior estaba atestado. Risas. Gente. Músculos. Pulso. 

No era fobia social. Era peligro biológico. 

Se apoyó en una farola, sudando. La cerveza le parecía veneno. Los cuerpos, tentación.

El tipo de Seattle salió a buscarlo.

—Marcus, tío, ¿todo bien? Pareces… pálido. ¿Tienes la caja?

—¿Qué caja? —le respondió sin pensar. Le dolía hablar. 

El otro lo miró raro. 

—La figura. Te hice la transferencia. ¿Marcus?

Y entonces lo sintió. 

La voz del tipo le arañaba la sien. Algo se despegaba en su pecho. 

Un instinto.  Un hambre.

Se fue. Le dejó plantado. Cruzó la calle sin mirar. Vomitó en un arbusto. Corrió.

Cuando llegó a casa, Jennifer estaba allí. Había traído pizza. Lo abrazó. 

 

Ya en su casa se fue directo al baño.

Y al mirarse de nuevo en el espejo, se vio por fin: 

Tenía los ojos como pozos sin fondo. Colmillos. Piel pálida, sin latido...

¿necesitaba más pruebas?

Cogió el móvil. 

Escribió un solo mensaje a Emerson: 

"¿Qué somos?"

Lo envió. Luego apagó el teléfono.

No podía estar cerca de nadie.

Porque sabía que no era un monstruo. 

Era algo peor: alguien que ya no sabía cómo ser humano.

Y eso no tenía arreglo.

 

NOCHE 2

Pasaron el día entero dormidos, atrapados en ese malestar denso, mientras los cambios no se detenían.

 

Inspector William Brandt
Dinner 44

El neón titilaba a media noche sobre la ventana empañada. El zumbido de la cafetera Dinner 44, era lo único que llenaba el silencio, aparte del chasquido ocasional de una espátula en la cocina. Olía a grasa vieja, café recalentado y madrugada sin propósito.

Flash se removió en el banco de cuero rajado. Llevaba una chaqueta deportiva con la cremallera mal cerrada y las ojeras tan profundas como los secretos que no quería recordar. Frente a él, el inspector William Brandt hojeaba un cuaderno arrugado sin levantar la vista.

La camarera les había dejado dos tazas sin entusiasmo. Una estaba vacía. La otra, fría.

—Dime una cosa, Flash —dijo Brandt al fin, sin mirarlo—. ¿Quién fue el primero en decir: “salgamos por las alcantarillas”?

Flash parpadeó. Se encogió de hombros con fastidio.

—No sé… estábamos todos gritando. Alguien abrió una alcantarilla. Fue confuso.

Brandt rascó la nuca con el bolígrafo, como si intentara rasgar la verdad bajo la piel.

—Ya. Confuso. —Pasó una página con dedos lentos—. Pero no tanto como olvidar si todos estaban vivos antes de salir de allí, ¿no?

Flash le miró, desconcertado.

—¿Eh?

Brandt levantó por fin la mirada. Sus ojos eran grises, gastados.

—¿Recuerdas haber visto a todos los que estaban contigo… vivos?

Un leve tic en el párpado de Flash.

—¿Qué clase de pregunta es esa?

Brandt giró su taza vacía con parsimonia.

—Una que hago cuando una casa arde hasta los cimientos. —Pausa—. Dime, cuando la viste arder… ¿te sentiste aliviado? ¿O querías asegurarte de que ardiera bien?

Flash pasó una mano por el cuello, tenía frío.

—No sé qué busca, inspector. Yo soy una víctima. Me encerraron ahí igual que a los demás.

Brandt asintió con un gesto lento, casi amable.

—Claro, claro… Entonces, ¿dónde estabas exactamente cuándo “comenzó” el incendio?

—Saliendo por la puta alcantarilla, como le he dicho.

—¿Y quién fue el último con el que hablaste ahí dentro?

Flash se quedó en silencio. Su mirada se perdió entre las grietas del suelo.

—No sé… creo que Terri. O el banquero, Emerson. ¿Qué más da?

Brandt anotó algo sin mirarlo.

—Bueno, depende. A veces la última persona con la que hablas es la última que te ve antes de… desaparecer.

Flash tragó saliva.

—¿Desaparecer? ¿Está diciendo que alguien…?

Brandt alzó una ceja.

—¿Tú qué crees?

El silencio se tensó. Al fondo, la camarera encendió una radio vieja. Una canción de rock lento se deslizó por el aire como humo de cigarro.

Brandt bajó la voz.

—¿Alguna vez has perdido el control, Flash? ¿Hasta el punto de hacer daño a alguien? A veces la calle enseña eso, ¿no?

Flash apretó los dientes.

—No soy ese tipo de persona.

—No digo que lo seas —respondió el inspector, encogiéndose de hombros. Bebió un sorbo largo y amargo.

Hubo una larga pausa.

—¿Por qué crees que el mayordomo ese… Windsor, ¿no? Por qué os llevó a casa sin avisar antes a la policía?

—No tengo idea. Estaba en shock. ¿Usted no estaría?

—Tal vez. Tal vez no. Depende de qué hubiese pasado ahí dentro.

La música subía. Las palabras de Flash ya no salían con facilidad.

Brandt lo miró directo a los ojos.

—¿Notaste si faltaba alguien al salir por la alcantarilla?

—No lo sé…

—¿Seguro?

—¡No lo sé, joder! —saltó Flash, golpeando la mesa con la palma abierta.

El inspector no se inmutó. Solo dejó el bolígrafo sobre el cuaderno con delicadeza.

—¿Recuerdas a una anciana paseando a un perro?

—Si —respondió Flash— ¿Por?

—¿Tienes pesadillas, Flash? —preguntó, casi con compasión—. ¿Flashes de esa noche? A veces la memoria se guarda cosas feas. Muy feas.

El susurro que salió de la garganta de Flash no fue una respuesta. Fue un permiso.

—Sí…

Brandt lo observó unos segundos más. Luego bajó la mirada, cerró el cuaderno, y lo deslizó dentro de la gabardina.

—Algo pasó esa noche, Simpson. Algo que todavía no me estás contando. —Se puso de pie, despacio—. Pero tarde o temprano… va a salir.

El inspector se alejó entre el eco de sus propios pasos. Flash se quedó buscando su reflejo en la ventana, pero allí no había nada.

Algo en su silueta no cuadraba del todo.

 

Mansión ardiendo
Un hombre cambiado

Llovía con insistencia sobre Cherry Hills. Las gotas golpeaban con ritmo hipnótico los ventanales altos del salón de Emerson Wilkershire III. Un fuego débil crepitaba en la chimenea, más por protocolo que por calor. Sobre la mesa, dos copas de brandy permanecían intactas. Emerson estaba de pie, con la camisa abierta hasta el pecho, los ojos hinchados como si acabara de despertar de un sueño largo y turbio. Frente a él, hundido en un sillón de cuero, el inspector William Brandt goteaba agua sobre la alfombra, la gabardina empapada y una carpeta arrugada en las manos.

—Bonito sitio —gruñó Brandt, con voz rasposa, sin dejar de mirar el fuego—. Me recuerda a esas casas de película. ¿Cómo le llaman? ¿Neogeorgiano?

—Mi abuelo era arquitecto —respondió Emerson, sirviéndose una copa sin ofrecerle—. Yo solo seguí los planos.

Brandt sonrió de forma leve.

—Me encantan los planos. Todo encaja, todo tiene un lugar. Ojalá los recuerdos funcionaran igual.

Alzó la vista.

—¿Podemos hablar un poco sobre esa noche?

—Si es absolutamente necesario —dijo Emerson, secándose las manos con una servilleta—. Ya lo conté todo. Fui secuestrado. Escapamos. La casa ardió. Fin.

—Sí, lo tengo aquí —Brandt alzó una hoja arrugada—. Pero hay cosas que no cuadran. Cosas pequeñas. Detalles.

Emerson se sentó frente a él, con los labios tensos.

—Soy una víctima, inspector. ¿O ha venido a insinuar otra cosa?

—Víctima, claro —murmuró Brandt, encogiéndose de hombros—. Pero no se ofenda si le digo que a veces las víctimas ven más de lo que cuentan.

Hizo una pausa, dejó que el silencio llenara el salón, luego preguntó:

—¿Dónde estaba usted cuando comenzó el fuego?

—En el sótano —respondió Emerson—. Salimos por una pared a la alcantarilla. Estábamos todos juntos.

—¿Todos? ¿Está seguro?

—Lo suficiente. No iba a contar cabezas en ese momento.

Brandt esbozó una sonrisa torcida.

—Claro. Pero ve, tenemos un problema. El forense dice que uno de los cuerpos encontrados… murió por el fuego. Y nadie recuerda haberlo visto antes.

La copa tembló entre los dedos de Emerson.

—¿Qué quiere decir?

—Vio en la casa a Marcus Dean, por ejemplo.

El nombre quedó flotando en el aire. Emerson lo susurró, como si no supiera si era real o un eco:

—Marcus…

—Era uno de los suyos, ¿no? Un tipo excéntrico. Seguramente hablaba de cosas raras. Se fue solo ¿no?

—Si prefirió volver a su casa dando un paseo. —respondió Emerson.

—Menudo momento para paseos —añadió Brandt y se inclinó hacia adelante—. ¿Recuerda qué fue lo último que dijo el hombre de la barba antes de morir? Perdón… antes de que usted dejara de verlo.

Emerson se puso de pie de golpe.

—He dicho que no lo vi. Y si está insinuando que…

Brandt levantó una mano, calmado.

—No estoy insinuando nada, señor Wilkershire. Solo observo. Y escucho. Y hay cosas…

—¿Recuerda a una señora mayor con un perro blanco? ¿Recuerda si Marcus se quedó hablando con ella?

—Nos vio salir por la alcantarilla, pero no recuerdo verla con Marcus ¿por? —dijo Emerson.

Sus ojos recorrieron el rostro pálido de Emerson, deteniéndose en las pupilas dilatadas.

—…cosas que cambian en un hombre, cuando pasa algo así. Usted no ha salido en todo el día, ¿cierto?

Emerson desvió la mirada hacia la ventana, nervioso.

—He estado… cansado. Algo ha cambiado desde entonces…

—Cansado —repitió Brandt, poniéndose de pie con esfuerzo—. Dormido todo el día, y ahora despierto en mitad de la noche.

Lo observó con detenimiento.

—Y esos ojos… no sé, quizá sea la luz, pero parecen distintos.

—Inspector… —dijo Emerson, retrocediendo un paso—. ¿Va a detenerme por algo?

Brandt se encogió de hombros y recogió su carpeta.

—¿Detenerle? No, no. Ni siquiera lo he acusado. Solo necesitaba verle. A veces, uno mira a un hombre a los ojos y entiende más que en cien informes.

—¿Y qué ha entendido? —preguntó Emerson, tenso.

Brandt abrió la puerta. La lluvia golpeó el umbral con fuerza.

—Que no todos salieron iguales de esa casa —murmuró sin girarse—. Y que a veces, algo muere en el fuego… y otra cosa sale caminando.

—Eso solo pasa en las películas —concluyó Emerson.

Se marchó sin cerrar del todo. La lluvia entró un poco, fría y punzante. Emerson se quedó inmóvil. Luego la copa cayó y se rompió contra el suelo. Se llevó la mano a la boca… y por primera vez, los colmillos asomaron bajo sus labios.

 

Denver, Colorado
¿Qué hay en tu sangre?

La lluvia tamborileaba con furia contra los ventanales del apartamento de Theresa Harper. El cristal vibraba con cada ráfaga de viento, y dentro, la calidez de la luz apenas lograba contrarrestar el frío que ella sentía desde que despertó. Sostenía un vaso de vino, intacto. No podía beberlo. Algo en su garganta, en su cuerpo entero, lo rechazaba.

Un golpe seco en la puerta la arrancó de su trance. Respiró hondo. No era miedo. Era… algo más. Algo pegado a la piel.

—¿Señorita Harper? —La voz grave venía del otro lado—. Soy el inspector Brandt. ¿Podemos hablar un momento?

¿Qué hora era? Theresa abrió la puerta sin pensar demasiado. El hombre que apareció ante ella era una figura empapada, con un abrigo oscuro que chorreaba agua y una gorra arrugada entre las manos. Su mirada era aguda y desordenada, como si no supiera exactamente qué buscaba, pero supiera dónde encontrarlo.

—¿Ahora? —preguntó Theresa, aún con la voz pastosa del sueño.

—Ahora es buen momento como cualquier otro. No me gusta dejar cabos sueltos para mañana. Solo serán unas preguntas —dijo él, cruzando el umbral sin esperar invitación.

Theresa cerró la puerta en silencio. Brandt paseó la mirada por el apartamento sin disimulo, como si cada objeto pudiese revelar algo que ella no recordaba.

—Bonito lugar. ¿Moderno, no? Pero con gusto. No esperaba eso.

—¿Qué quiere saber? —preguntó ella, tensa.

—Anoche. El incendio. El secuestro. Ya sabe, lo habitual en Denver últimamente.

—Ya lo conté todo —dijo ella, apenas rozando el respaldo del sofá sin llegar a sentarse—. Fui una víctima, inspector. ¿Por qué vuelve?

Brandt ladeó la cabeza, estudiándola como si leyera un idioma oculto en su rostro.

—Porque a veces las víctimas… no lo son del todo. O al menos, no del modo que creen.

Theresa lo miró con extrañeza.

—¿Está diciendo que hice algo?

—Estoy diciendo que algo te pasó. Algo más de lo que sabes. 

Miró hacia el vaso de vino. 

—¿No vas a beberlo? —preguntó el inspector.

Ella bajó la vista. Su garganta ardía, seca. El vino parecía vinagre. No entendía por qué.

—No tengo hambre. No tengo… ganas.

—¿Has dormido mucho? —preguntó Brandt, acercándose un paso—. Todo el día, quizá.

—Sí. No me encontraba bien. Me sentía… enferma. Desde que desperté. Como si el aire estuviera más denso.

El inspector asintió, como si eso encajara con algo que ya sabía.

—A veces, después de ciertos traumas, el cuerpo responde de formas extrañas. Cambios sutiles. Hormonas. Reacciones nerviosas. O… cosas menos científicas.

—¿Qué insinúa? —La voz de Theresa se quebró por primera vez.

—Nada. Observo, eso es todo. Por ejemplo, tus ojos. No me mires así, pero hay algo en ellos. No sé si es la luz…

Ella se apartó, sin saber por qué. El pecho le pesaba. Escuchaba el corazón de él cómo le latía lento, tranquilo.

—Inspector… no entiendo por qué está aquí. Esto no es normal.

—Exacto. Nada lo es últimamente. 

Se giró hacia ella, con una expresión casi amable, casi paternal. Sólo quería preguntarte una cosa más. Algo simple.

Theresa se apoyó en la mesa. Sus piernas temblaban.

—¿Has notado algo distinto en ti? Algo diferente.

Silencio.

Theresa tragó saliva. Le costó. El sabor metálico se arrastró por su lengua.

—No… lo sé. Me siento extraña. Pero no sé por qué. Me siento mal.

Brandt asintió despacio. Su voz bajó una octava.

—¿Se siente culpable por la muerte de aquel hombre en el incendio? Es normal. Al principio. El cuerpo tarda en entender los cambios.

Se acercó a la puerta, sin mirarla.

 —La clave ahora es aceptar lo que viene después. —continuó cerrando la libreta.

Abrió. La lluvia entró de nuevo, como si el cielo reclamara algo.

—Y créeme —dijo antes de salir—. No todos los que fueron víctimas… salieron igual que entraron.

La puerta quedó entornada. Theresa no se movió.

Se tocó los dientes. Algo no iba bien. 

Es como si no fueran los suyos. Y los colmillos eran puntiagudos…

 

Mónica Belhurst,
Ayudante del Fiscal del Distrito
La noche que no termina

Llovía con fuerza en Denver. En el interior de la casa Belhurst, el silencio se extendía como una mancha húmeda. La cocina permanecía apagada, la mesa sin usar, y solo una lámpara encendida en el salón ofrecía una isla de luz cálida en medio de la oscuridad. Mónica estaba sentada en el sillón con la bata encima de un vestido elegante que no había llegado a ponerse. No había comido. No había llamado a Vincent. No sentía hambre ni ganas de hablar. Solo esa extraña flotación, como si algo dentro de ella se hubiera desanclado del mundo que conocía.

Desde que despertó esa tarde, el sol le había parecido una ofensa. El café, un veneno. El espejo del baño le devolvía una imagen que no entendía. El crucifijo del recibidor, torcido y ennegrecido, yacía ahora en el suelo como si hubiera sido empujado por una mano invisible.

Entonces llamaron a la puerta.

—¿Quién es a estas horas? —preguntó ella sin levantarse.

—Oh, no se preocupe, señora Belhurst —respondió una voz rasposa, cargada de ironía—. No es nadie importante. Solo un viejo policía pasado por agua.

Una pausa, apenas el tiempo que tarda un trueno en anunciarse.

—Soy el inspector Brandt. Vengo a hacerle unas preguntas. Sobre el fuego. Sobre el secuestro.

Mónica se acercó y abrió. William Brandt cruzó el umbral envuelto en su gabardina empapada, con un cuaderno doblado bajo el brazo. Olía a cigarrillos viejos, a lluvia, y a algo agrio que no tenía nombre. Sus ojos, lentos pero inquisitivos, recorrieron la casa como si ya supieran lo que iban a encontrar.

—Bonita casa. Es usted la fiscal Belhurst, ¿no? —dijo sin mirar directamente—. Una de las buenas. De las que aún creen en la justicia.

Sonrió sin simpatía.

—¿Puedo pasar?

—Ya ha pasado —respondió ella, helada.

Él se quitó la gabardina con parsimonia, la colgó en una silla y se sentó frente a ella. Abrió su libreta mojada, sin prisa.

—Entonces… ¿cómo va la recuperación?

—No entiendo qué hace aquí —dijo Mónica, sin adornos—. Soy una víctima. Una rehén. ¿Por qué este… acoso?

—Oh, no le llamaría acoso. Llamémoslo... seguimiento proactivo.

Mónica cruzó los brazos.

—¿Y exactamente qué le interesa?

—Verá… hay un problema con el fuego. O mejor dicho, con uno de los cuerpos. No murió por inhalación de humo. Murió achicharrado, después de que le partieran los brazos y las piernas. ¿Le suena un tal Jacob Prestor?

—No. De nada. Tengo la cabeza un poco saturada…

Brandt la observó, entornando los ojos.

—¿Y sabe algo de una anciana que paseaba un perrito blanco? 

—Fue una verdadera sangría es raro que no os la encontrarais cuando salisteis de allí. El forense data su muerte más o menos cuando abandonasteis la casa.

Ella frunció el ceño, incomodísima.

—¿Está diciendo asesinaron a dos personas?

—Estoy diciendo que alguien ajustició a Jacob Prestor… y drenó a esa anciana adorable del bichón maltés.

Un silencio espeso como la lluvia se instaló entre ambos. Brandt no apartaba la vista.

—Curioso. Usted, fiscal. Férrea. Profesional. Pero no se ha preocupado de resolver su propio secuestro…

Se inclinó apenas hacia ella.

—¿Y su marido? Vincent, ¿no? No está aquí…

—Está trabajando en una redada —contestó, tensa—. Es policía, lo sabe perfectamente.

—Claro. Y en vez de coger la baja para estar con su mujer ha ido a trabajar...

La dejó masticar el silencio.

—¿A usted que le importa? —preguntó ella indignada.

Otra pausa.

—Solo estoy… observando.

—No necesito darle explicaciones sobre mi marido. Si quiere hable con él, lo encontrará en la comisaría.

Brandt se levantó, sin perder el tono neutral.

—No se preocupe.

Sus ojos se desviaron a la vitrina. Una Biblia cerrada dormía sobre una estantería. Tenía polvo.

—¿Le ha pasado algo raro desde el secuestro, señora Belhurst?

—¿Raro?

Él se acercó. Bajó la voz hasta casi un susurro.

—¿Ha probado a rezar últimamente?

Mónica se incorporó de golpe. Sus ojos se oscurecieron, apenas perceptible, como si algo en ellos parpadeara desde otro plano.

—¿A qué está jugando? Eso no le incumbe.

Por primera vez, Brandt sonrió.

—Yo no juego. Pero veo los patrones. Y usted no encaja en su vida como antes, ¿me equivoco?

—Váyase de mi casa. Si tengo que dar explicaciones en comisaría lo haré. Pero no a usted.

Él recogió su gabardina sin alterarse.

—Claro. Solo una última cosa.

Sacó una hoja plastificada. Una fotografía cruda. El rostro de una anciana muerta, el cuello perforado por dos marcas idénticas.

—Esta mujer no merecía la muerte.

Mónica no quiso mirar la foto. Pero lo hizo.

—¿Y por qué me la enseña?

Brandt abrió la puerta sin girarse.

—Alguien de su entorno sabe más sobre esto y me da en la nariz que está encubriendo a alguien.

—En absoluto ¡Váyase! —exigió ella. Fuera diluviaba.

Y se fue tras el portazo de ella.

Nunca solía enfadarse tanto pero algo en su interior removía su furia.

La lluvia seguía golpeando la calle con furia. Mónica quedó sola. El zumbido de la nevera era lo único que respiraba en la casa. Sobre la encimera, un vaso de leche intacto. Se acercó. Lo olió. La repulsión fue inmediata, profunda. Instintiva.

Y entonces, sin pensarlo, hincó los dientes en su propio brazo. La sangre brotó, tibia, cálida.

Por primera vez en días… se sintió viva.

 

El Desconocido
Lluvia y acusaciones

La lluvia caía con violencia sobre las ventanas del apartamento, era de madrugada, las gotas violentas golpeaban el cristal como uñas ansiosas. Las persianas mal cerradas dejaban pasar la luz de las farolas en líneas oblicuas, temblorosas, que recorrían la estancia como si buscaran algo. El apartamento de Marcus Smith-Kearns, en el tercer piso de un edificio viejo del centro, olía a comida recalentada y algo más… algo metálico, leve, como si alguien hubiera sangrado recientemente sobre la baldosa de la cocina.

Marcus llevaba despierto apenas media hora. Había dormido todo el día, pero no había sido un sueño común. Aquello había sido una caída en picado, espesa, casi viscosa. Al abrir los ojos, tenía la garganta seca, el estómago retorciéndose de hambre y el corazón desbocado, como si hubiese corrido kilómetros. Se duchó sin pensarlo, notó caer cada gota de agua en los poros de su cuerpo. El espejo del baño le devolvía el vapor, la forma vaga de las cosas, percibía todo mucho más aumentado.

Cuando golpearon la puerta con esos tres nudillos secos, casi programados, el estómago se le encogió. No esperaba visitas y esperaba que no Fuera Jenny.

No preguntó quién era. Abrió.

—Inspector Brandt. Policía de Denver. Es por... lo del incendio —dijo el hombre, empapado, sin ofrecer identificación ni esperar permiso.

Entró como si la escena fuera suya desde hacía tiempo. Traía una bolsa de papel en una mano y una libreta húmeda en la otra. Dejó su gabardina mojada colgada del respaldo de la única silla decente del apartamento y se sentó sin preguntar.

—Qué sitio curioso —murmuró, escaneando el entorno—. Se ve que no le gusta que lo molesten mucho.

Marcus cerró la puerta en silencio.

Brandt sacó un termo de café arrugado de la bolsa, lo abrió, pero no bebió. Solo lo sostuvo un momento, como si le recordara algo importante.

Levantó la mirada.

—¿Se acuerda de qué pasó justo antes de que salieran por el túnel de las cloacas?

Marcus lo miró, luego se giró hacia la cocina.

—No mucho. Solo corríamos.

—¿Y usted fue el último?

—Creo que sí.

—¿Vio a alguien más? ¿Alguno de los otros encerrados?

—No.

—¿Recuerda a un tal Jacob Prestor?

La pausa fue apenas perceptible, pero Brandt la captó.

—No —dijo, asintiendo muy lento.

Sacó una fotografía algo chamuscada del bolsillo interior de su chaqueta y la dejó sobre la figura de Mazinger Z que decoraba la estantería.

—Tenga cuidado esa figura cuesta 250 pavos. —dijo Marcus.

—Está muerto. Calcinado en el incendio. Le partieron los dos brazos y las dos piernas. Antes del fuego.

Marcus desvió la mirada.

—No estoy diciendo que haya sido usted —añadió Brandt, encogiéndose de hombros—. Pero es raro.

El detective olfateó el aire.

—¿No ha comido?

Sacudió una gota de agua del ala de su sombrero, como si se le escaparan los pensamientos con ella.

—La vecina de abajo llamó esta noche a la comisaría. Dijo que oyó algo. mucho movimiento y ruido constante.

Silencio. Marcus no respondió. No hacía falta. Brandt se incorporó con lentitud.

—Mire, Marcus. Yo no vengo a acusarle.

El silencio volvió, más espeso.

—Voy a dejarle algo.

Le entregó una tarjeta.

—Llámeme si recuerda algo.

Abrió la puerta. La lluvia sonaba como un ejército invisible.

—Ah, una cosa más, señor Smith-Kearns —dijo girándose desde el umbral, fingiendo recordar algo al vuelo—. ¿Me dijo ya por qué no volvió con los demás anoche? En la limusina, digo. Me comentaron que el señor Emerson ofreció llevarlos a todos. Muy amable de su parte.

—No me apetecía compañía. Necesitaba... aire. Pensar.

—Claro, claro. El aire fresco ayuda. Aunque a veces el aire de Denver a esas horas viene con lluvia y policía.

Brandt sonrió, esa sonrisa que nunca tocaba sus ojos.

—¿Le gustan los perros, señor Smith-Kearns?

Marcus parpadeó.

—¿Perdón?

—Los perros. ¿Le gustan?

—No tengo. No... no me molestan.

—Mi abuela tiene uno. Un bichón maltés blanco. Un encanto, la verdad. No ladra, no muerde, y si lo miras fijamente parece que sonríe todo el tiempo.

Pausa. Silencio.

—Curioso... últimamente se asusta con facilidad. Y ayer tuve uno de un caso y no paró de temblar en toda la noche.

No añadió nada más. No hacía falta. Dio un paso atrás hacia el pasillo, pero justo antes de cerrar la puerta volvió la cabeza con aire distraído.

—Ah, y otra cosa… ¿Conocía usted a una señora mayor que vivía en el edificio de enfrente? Pelo blanco, siempre en bata. Daba de comer a los cuervos desde la ventana.

Marcus tardó en responder.

—De vista, tal vez.

—Murió anoche. Justo durante el incendio, alguien la desangró sin escrupulos. Dejó una huella en el lugar del crimen, cerca de la casa del incendio. Zapatilla deportiva. Suela nueva. Pie estrecho.42 y medio, quizá. ¿Qué número calza usted?

—44 —respondió Marcus, un poco demasiado rápido.

—Ah. Qué alivio.

Brandt guardó la bolsita con calma, como quien cierra una historia que aún no ha comenzado.

—Aunque, ya sabe... a veces los pies se hinchan. O se encogen. Depende de lo que uno ha pasado.

—¿Quiere que le baje la basura? —preguntó el inspector señalando la bolsa de basura industrial medio vacía con 3 nudos que Marcus tenía en la esquina de la cocina.

—No se preocupe —respondió Marcus nervioso.

Le dedicó una última sonrisa seca y cerró la puerta con un clic preciso.

Marcus se quedó solo. El sonido de la lluvia era ahora ensordecedor. En la cocina, la bolsa de basura seguía ahí, atada tres veces, inmóvil ¿Por qué no la había escondido mejor?

 

El Sótano
Cosas que se hunden

El cielo seguía oscuro cuando Marcus llegó al puente. Nadie más andaba por allí. Ni coches. Ni peatones. Solo la lluvia y el zumbido lejano de las farolas, como un enjambre de insectos eléctricos. El río South Platte corría oscuro y crecido bajo sus pies, removiendo basura, ramas y secretos viejos.

Llevaba la bolsa en la mano derecha. Pesaba. No solo por la ropa empapada, sino por las piedras que había metido dentro: del jardín comunal, de los alcornoques de la calle, de un trozo de bordillo que encontró por la calle.

Se asomó al borde del puente. El agua se retorcía allá abajo como una serpiente ciega.

—Hasta luego —susurró.

Pero la voz no era suya. Era algo más áspero, más denso.

La arrojó. Un sonido hueco y corto, seguido de un "plaf" sin eco. La corriente la arrastró casi al instante, pero durante unos segundos aún pudo verla, negra contra la espuma.

Luego desapareció.

Marcus se quedó ahí un momento, con los nudillos blancos agarrados a la barandilla. No sintió alivio. Ni culpa. Solo un cansancio pesado y la certeza de que aquello, lo que fuera "aquello", no había terminado. Que el río no tragaba suficiente.

Se encaminó al lugar dónde había quedado con los demás. Con las manos vacías. Pero el olor... el olor de la sangre seguía en su nariz, grabado como una cicatriz invisible.

Y el hambre, detrás de los dientes, no había hecho más que empezar.

 

El Refugio
La reunión de Marcus

Había sido Mónica quien convenció a todos para reunirse. Lo organizaron a través del grupo de WhatsApp que Emerson había creado: "Secuestro en el Sótano". La idea de encontrarse en un refugio vino de Marcus. Lo había preparado años atrás, por si el mundo algún día se iba al infierno. Un antiguo túnel de mantenimiento bajo el metro, reforzado, húmedo, sin ventanas. Era cómo una estación de metro fantasma, donde el metro nunca paraba.

Eran las 02:01 de la madrugada. Nadie hablaba aún. Solo se escuchaba el goteo persistente de las filtraciones en el techo.

La lámpara de gas zumbó. Las paredes estaban cubiertas de musgo y óxido. El aire olía a humedad y a hierro. No había cobertura, ni la necesitaban.

—Gracias por venir —dijo Marcus, de pie frente al grupo. Su voz era firme, pero sus ojos... vacilaban. Llevaba las mangas remangadas, como si el sudor de su piel pudiera esconder el temblor de sus manos.

Emerson se apoyaba contra una columna, brazos cruzados. Terri, aún pálida, tenía las piernas encogidas sobre un banco de hormigón, y Flash no paraba de girar el mechero entre los dedos. Mónica mantenía la distancia, como siempre, con los ojos fijos en Marcus.

—Nos han cambiado —empezó Marcus—. No sé cómo ni por qué exactamente... pero lo sé. Y creo que vosotros también lo estáis empezando a notar.

Silencio.

—¿Cambiar? —preguntó Flash—. ¿Alguien puede explicar lo que me pasa?

Marcus lo miró.

—La noche del incendio, maté a alguien. Una anciana. Y no fue rabia. Ni desesperación. Fue hambre. La vacié.

Mónica apretó los labios. Emerson bajó la cabeza.

—Yo también lo sentí —dijo ella, apenas audible—. En las cloacas me hubiera comido a mi Vincent si no me hubierais parado.

Flash dejó de jugar con el mechero.

—A mí también me ocurrió…

—¿Qué somos? —preguntó Terri mirando fijamente a Marcus

—Vampiros —soltó Marcus sin rodeos.

Hubo un murmullo general. Nadie lo contradijo de inmediato.

—¿Y qué es eso, exactamente? —preguntó Emerson, agazapado—. ¿Drácula? ¿Colmillos, ataúdes, capas y estacas?

Marcus negó.

—No lo sé del todo. Los colmillos salen cuando tenemos hambre... y no podemos estar al sol. Dormimos de día sin poder evitarlo. Sentimos un hambre que no se calma con comida. Y mirad vuestras heridas. No quedan cicatrices.

Todos miraron sus brazos, sus cuerpos. Silencio de nuevo.

—Entonces... ¿qué hacemos? —preguntó Flash, y por primera vez no sonaba irónico.

—Eso es lo que tenemos que decidir ahora —dijo Marcus—. Si nos quedamos juntos. Si tratamos de ocultarlo. Si buscamos una cura, si es que hay una. O si... —miró a Vincent— …nos rendimos a esto. A lo que nos hemos convertido.

Vincent, con el rostro sombrío, no respondió.

—Una cosa más —añadió Marcus—. A partir de ahora, no podemos estar cerca de gente inocente. No sin control. Ellos no tienen la culpa.

Mónica asintió despacio. Emerson se alejó un poco más del grupo, en silencio.

—Esto no es una maldición, o tal vez lo sea, pero lo único que está claro... —Marcus alzó la mirada— …es que ya no somos quienes éramos. Y si no aceptamos eso, si no actuamos con cabeza... nos convertiremos en monstruos.

Nadie discutió. Nadie lo negó.

La verdad, ahora, hablaba por todos.

Mónica pensó en Vincent.

—Ya no somos lo que éramos —dijo Marcus.

 

Winsord Martin,
Mayordomo de Emerson
Dejando todo atrás

Mientras el eco de las palabras de Marcus "ya no somos quienes éramos" se desvanecía en la sala, el grupo cayó en un silencio denso, como si cada uno contuviera la respiración.

Emerson se pasó una mano por la cara, y por un momento no fue el joven calculador que siempre encontraba una solución. Pensó en su madre. En cómo cada domingo por la tarde la visitaba en su apartamento del centro para arreglarle la televisión, preparar pasta y reírse con las viejas películas de los años cincuenta. Ella le decía que tenía los ojos de su padre. Ahora, ni siquiera podía mirarla sin miedo de lo que podría hacerle. Sintió un nudo en el pecho. Ya no podía volver.

Mónica se abrazó las rodillas. Visualizó su boda con Vincent: el vestido, las luces, las promesas. Él estaba a apenas unos metros de ella... y aún así, lo sentía más lejos que nunca. En las cloacas, lo había visto con otros ojos: no como su marido, sino como un ser... vulnerable. Presa. ¿Cómo podía seguir compartiendo la cama con alguien a quien podría dañar sin querer? ¿Qué clase de amor era seguro ahora?

Flash apoyó la cabeza en la pared, los ojos cerrados. Él era el alma de la fiesta, el que todos esperaban ver en la próxima reunión, el que tenía siempre la copa en la mano y la sonrisa perfecta. Pensó en Jurgen. En sus bromas cruzadas, en los negocios, en la oficina llena de vida. Si le miraba ahora, ¿qué vería? ¿Un amigo? ¿Un monstruo? ¿Una amenaza? No podía entrar otra vez por esa puerta fingiendo que todo seguía igual.

Theresa Harper, Terri, se mantenía recta, como si pudiera contener lo que sentía solo con apretar los labios. Su cerebro ya había empezado a calcular: niveles hormonales alterados, sensibilidad a la luz, el sabor metálico en su boca. "Hay una explicación científica", se repetía. Pero no podía resolver esto con fórmulas ni hipótesis. Pensó en sus alumnos. En la sonrisa de Robert, su alumno más brillante. En Luna, la niña que le regaló una manzana el lunes pasado. ¿Volver al instituto? Imposible. ¿Y la empresa? ¿Jurgen? ¿Los consejos escolares, las conferencias? Todo lo que había construido se alejaba como un tren que partía sin ella. Y por primera vez, no tenía idea de cómo detenerlo.

Marcus permanecía en silencio. Estaba de pie, con la mirada perdida. Había dado la noticia como quien entrega un veredicto sin apelación. Pero en su cabeza, volvía a ver a la anciana en la acera, al perrito paralizado. La sangre en su boca. Y más allá de eso, pensaba en su novia, Jennifer Bringham. ¿Cómo explicarle que ya no podía volver a casa, que cada caricia podría ser una condena? ¿Cómo decirle adiós sin explicaciones? ¿Cómo protegerla de sí mismo?

Hay algo más —dijo Mónica con voz apagada—. El inspector Brandt vino a casa. Me dijo que encontraron dos cadáveres. Uno en la casa ardiendo, donde estuvimos… y otro. Una anciana. La del perro blanco.

Flash frunció el ceño.

—¿La vecina? ¿La que vivía en la esquina?

Marcus no contestó de inmediato. Tragó saliva. Sus ojos no se movían, fijos en la lámpara de gas, como si buscara dentro de sí una respuesta que no lo quemara del todo.

—Fui yo —dijo, al fin—. Me alimenté de ella. Bebí su sangre. No quería… no sabía. No pude controlarlo.

El silencio fue más profundo que antes.

—La mataste —dijo Mónica, sin parpadear—. ¿Podemos fiarnos de ti, Marcus? Porque ahora mismo… eres un asesino.

Marcus alzó la mirada. Ya no temblaba.

—No soy humano. Ninguno lo somos ya. Eso se acabó. Y cuanto antes lo aceptemos, más posibilidades tendremos de sobrevivir.

Emerson se frotó las sienes.

—¿Y el otro muerto? El calcinado… ¿puede ser nuestro secuestrador?

Terri asintió.

—El barbudo. El que nos encerró ahí abajo. No estaba cuando salimos. Tal vez hubo una pelea. Tal vez alguien más lo mató.

—¿Y si eran antivampiros? —dijo Flash, como si la idea acabara de formarse—. ¿Y si alguien sabía lo que éramos… lo que nos íbamos a convertir?

—¿Y si ese incendio fue una trampa? —añadió Terri—. ¿Una cacería?

—¿Caza-vampiros? —murmuró Marcus—.

—¡Eso! —exclamó Flash—. Como en las pelis. Pero entonces… ¿qué somos? ¿Errores? ¿Experimentos?

Mónica se levantó de su banco. Tenía los ojos húmedos.

—Mi vida se está desmoronando. No quiero separarme de Vincent. No quiero perder mi trabajo, ni lo que soy. Esto… esto me supera...

Terri se acercó con cautela.

—Puedes venir a vivir conmigo. Hasta que sepamos qué hacer.

Emerson, se aclaró la garganta.

—O podemos quedarnos todos juntos. Tengo espacio. Mi mansión está en las afueras. Segura. Rejas, sótano, jardín cerrado. Nadie entra sin pasar por Windsord.

—¿Windsor? —preguntó Flash.

—Mi mayordomo. Y ni se os ocurra coméroslo.

Hubo una carcajada breve, rota, más por los nervios que por el humor. Nadie lo dijo en voz alta, pero por primera vez desde que salieron de aquella casa ardiente… algo parecido a un plan empezaba a tomar forma.

Una nueva vida. Una vida sin certezas. Sin sol. Sin garantías.

Pero una vida, al fin y al cabo.

 

Tony
Una visita inesperada

Mientras las ideas chocaban en el aire, exilio, aislamiento, aprendizaje, el ambiente se tornó más tenso, más denso. Las palabras de Marcus, claras como cuchillas, seguían flotando entre ellos: “Ya no somos quienes éramos”. Nadie tenía respuestas. Solo preguntas, miedo y un abismo bajo los pies.

Y entonces, alguien habló. No uno de ellos. Una voz desconocida, cálida, con un tono sarcástico que contrastaba con la gravedad del momento:

—Vaya, vaya... cinco neonatos debatiendo el sentido de la eternidad en un agujero oscuro. Falta el vino, la música y alguien que sepa lo que hace.

Se giraron al unísono. Junto a la puerta metálica, medio apoyado contra la pared como si llevara allí un buen rato, estaba un hombre moreno, de complexión delgada pero bien definida, piel dorada, mandíbula afilada, y ojos oscuros que relucían con algo más que picardía. Llevaba una americana entallada, una camisa abierta por el cuello y unos zapatos demasiado limpios para alguien que decía venir del mundo subterráneo. Parecía sacado de un anuncio de colonia cara. Un "Valentino" moderno, un latin lover de manual... con colmillos.

—¿Quién coño eres tú? —gruñó Flash, ya en guardia.

—Oh, no hace falta sacar las garras todavía, "compañero". Soy Tony. Solo Tony. Vuestro encantador anfitrión en esta nueva vida sin sol. Y créedme, lo vais a necesitar.

Flash entrecerró los ojos, desconfiado. Terri, en cambio, lo escaneó en silencio, intentando adivinar si era una amenaza o un recurso. Marcus dio un paso hacia él, sin bajar la mirada.

—¿Nos has estado siguiendo?

Tony se encogió de hombros, sonriendo como quien lleva la ventaja en una partida que los demás no saben que están jugando.

—Digamos que tengo buen ojo para los recién nacidos. Se os nota. La mirada perdida, la culpa, las manchas en la ropa... Y luego está el pequeño detalle de que habéis sobrevivido las primeras noches sin morir. Eso es... interesante.

Mónica dio un paso al frente.

—¿Qué quieres?

—Lo mismo que vosotros —respondió Tony—: respuestas, aliados... y sobrevivir. Porque esto, mis nuevos y dramáticos amigos, no ha hecho más que empezar. 

Y entonces, su sonrisa se apagó un segundo. Lo justo para que vieran que detrás del encanto había otra cosa. Algo viejo. Algo peligroso.

—Si no queréis acabar reducidos a mitos urbanos y cuerpos en los callejones, vais a necesitar ayuda. Yo puedo darla. Pero primero, hay que hacer las preguntas adecuadas.

Y con un chasquido de dedos, se sentó con toda la calma del mundo, como si la eternidad no fuera prisa.

—¿Quién se anima a empezar?

—¿Por qué vas a ayudarnos? —preguntó Marcus.