Hambre
no-humana
Cuando el hambre inmortal devora tu alma
Capítulo
1: Las Primeras Noches
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Denver, Colorado |
Denver, la "Milla Alta", es una
vibrante ciudad en Colorado situada al pie de las majestuosas Montañas Rocosas.
Combina modernidad y naturaleza, con un centro urbano repleto de rascacielos,
museos como el Museo de Arte de Denver y el icónico estadio Mile High. Su clima soleado la mayor
parte del año contrasta con inviernos nevados, ideales para esquiar en las
cercanías. Barrios como LoDo ofrecen
vida nocturna animada, mientras que Cherry
Creek destaca por sus boutiques. Rodeada de senderos y parques, Denver es
un imán para amantes del aire libre. Es una ciudad de crecimiento constante,
multicultural y llena de energía.
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Emerson Wilkershire III, Empresario de Éxito |
El sol apenas comenzaba a teñir de ámbar las
colinas de Cherry Hills cuando
Emerson Wilkershire III bajó por la amplia escalera de mármol de su mansión. El
brillo del suelo de madera, pulido por Windsor Martin, reflejaba la perfección
casi obsesiva que reinaba en su hogar. Emerson, impecablemente vestido incluso
a esas horas, llevaba una camisa blanca de lino y pantalones de montar
ajustados, listos para su primera actividad del día.
—¿El desayuno, señor Wilkershire? —preguntó
Windsor, quien ya esperaba con una bandeja perfectamente equilibrada.
—Un café negro y tostadas con mantequilla,
Windsor. Nada más. Hoy el trabajo en el rancho será arduo —respondió Emerson,
mientras ajustaba el cuello de su camisa frente a un espejo de diseño
francés.
Apenas quince minutos después, ya estaba en
su Corvette negro, conduciendo con una precisión que reflejaba su disciplina.
La brisa matutina acariciaba su cabello rubio mientras se alejaba de la ciudad
hacia su rancho.
Al llegar, un grupo de empleados le esperaba,
como siempre, para coordinar las tareas del día. Antes de dirigirlos, Emerson
se tomó unos momentos para acariciar a “Ébano”, su pura sangre favorito, un
caballo negro de porte majestuoso.
—Hoy lo haremos saltar el circuito completo,
¿verdad, muchacho? —murmuró con una sonrisa mientras el animal resoplaba,
reconociendo a su dueño.
Emerson ensilló el caballo él mismo, un
hábito que sus empleados respetaban aunque no comprendieran. Subió con la
destreza de quien había nacido para ello y pronto surcó el aire sobre las
vallas de madera, como si fueran obstáculos irrelevantes. Cada salto era una
declaración de su perfección calculada, cada aterrizaje una reafirmación de su
dominio.
De vuelta en la ciudad, después de una mañana
en el rancho, Emerson cambiaba rápidamente su atuendo de montar por un traje de
tres piezas. En su despacho, en la cúspide del banco que había fundado,
analizaba informes financieros con la misma precisión que usaba para montar a
Ébano. Cada decisión era calculada, cada movimiento llevado al éxito con una
mezcla de carisma y tenacidad.
Cuando caía la noche, sus días no terminaban.
Ese jueves, el teatro de la comunidad ensayaba Romeo y Julieta. Emerson se dirigió al escenario con un porte que
eclipsaba al resto. Como el señor Capuleto, su voz resonaba con autoridad, pero
había un toque de humanidad que hacía su actuación inigualable.
A las once, Windsor ya le esperaba con un
whisky escocés en la biblioteca de la mansión. Emerson se sentó en el sillón de
cuero que había heredado de su abuelo y, por un momento, dejó escapar un
suspiro.
La perfección tenía su precio, pero Emerson
Wilkershire III sabía que no estaba dispuesto a pagar menos.
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Arnold "Flash" Simpson, La Vieja Gloría |
El despertador sonó a las siete, pero Arnold
"Flash" Simpson no se movió hasta las siete y media. El sol de Denver
iluminaba su pequeño apartamento en Capitol
Hill, donde las paredes estaban decoradas con fotos de su época de gloria
en la Universidad de Colorado y algún póster de conciertos de rock de los años
90. Se levantó finalmente, se pasó una mano por el cabello despeinado y se miró
en el espejo del baño.
—Todavía lo tengo —murmuró para sí mismo con
una sonrisa torcida.
Un rápido desayuno consistió en café negro y
un par de donuts que había comprado la noche anterior. No era un hombre de
rituales matutinos, pero su traje estaba siempre impecable. Sabía que la
primera impresión era clave en su trabajo, y Flash nunca desaprovechaba una
oportunidad para causar impacto.
Su primer destino fue un restaurante del
centro, donde tenía una reunión con un potencial comprador. Theresa Harper, su
amiga y jefa, ya le había enviado un mensaje recordándole que ese cliente era
importante. Flash llegó diez minutos tarde, pero con una sonrisa tan espléndida
que nadie pareció darle importancia.
—Mira, Kevin, te lo digo como alguien que ha
jugado en las grandes ligas: nuestra solución es como el quarterback que
siempre entrega el pase perfecto. Fiable, rápido y con estilo —dijo Flash
mientras levantaba su copa de vino para brindar.
El comprador, un hombre de mediana edad con
cara de pocos amigos, no respondió. Frunció los labios, se reclinó en la silla
y desvió la mirada hacia la ventana empañada. Durante veinte minutos más, Flash
desplegó su repertorio de carisma y frases brillantes, pero Kevin no parecía
convencido.
En un intento por ablandarlo, Flash deslizó
dos entradas para el partido del momento sobre la mesa. Ni eso funcionó. Con
una sonrisa congelada en el rostro, se excusó al baño y salió al pasillo con el
móvil pegado a la oreja.
—Terri, necesito un milagro. Este tipo no
traga. Le he ofrecido entradas para el Broncos–Chiefs y ni se ha inmutado.
—¿Mencionaste el módulo de integración con su
sistema actual? —preguntó Theresa, calmada, como si ya hubiera previsto el
tropiezo.
—No. Pensé que lo técnico lo veíamos después.
—Hazlo ahora. Y no vendas el producto, vende
el alivio. Él no quiere software, quiere dejar de tener problemas. Haz que se
imagine con todo resuelto.
Volvió a la mesa armado con las palabras de
Terri. Esta vez no habló de grandes ligas ni de estilo: habló de
compatibilidad, de resultados inmediatos y de cuánto costaría no modernizarse.
Kevin frunció el ceño… y luego asintió, lentamente. La reunión terminó con un
apretón de manos y la promesa de cerrar un trato en los próximos días.
Flash se marchó con el mismo brillo en la
sonrisa, pero ahora sabía que no había sido su carisma lo que había salvado la
noche. Fue Terri, como siempre.
Con el trabajo del día hecho, Flash decidió
pasar por uno de sus bares favoritos: The
Rusty Cleat.
El
nombre evoca un aire de lugar frecuentado por gente con historias variadas,
desde antiguos deportistas como Flash hasta trabajadores de la ciudad, y quizás
incluso algún que otro personaje de las sombras. Es un sitio donde las cervezas
son frías, las luces son tenues, y las conversaciones oscilan entre bromas
ligeras y confidencias que nunca salen de esas paredes.
Allí lo conocían bien, y no solo por su
nombre. Algunos lo recordaban como el chico que una vez corrió 80 yardas para
ganar un partido; otros, por sus interminables noches de copas.
—¡Flash! ¿Lo de siempre? —gritó el barman
mientras él se acomodaba en un taburete.
—Claro, pero que sea doble, que hoy he
cerrado un gran trato —respondió con una sonrisa.
El resto de la tarde la pasó charlando con
conocidos, una mezcla de antiguos compañeros de equipo, ex amantes, y algún que
otro contacto de sus días oscuros en las calles. Su habilidad para conectar con
todo tipo de personas era su mayor fortaleza, pero también su refugio.
Ya entrada la noche, Flash salió del bar con
el número de teléfono de una mujer que había conocido hace apenas una hora.
Caminando por las calles iluminadas por las farolas, sacó su móvil y vio un
mensaje de Theresa: "No olvides la presentación de mañana. Es importante."
Flash suspiró, metió el teléfono en el
bolsillo y continuó su camino. No era un hombre de planes a largo plazo, pero
siempre encontraba la forma de salir adelante, como lo había hecho toda su
vida.
La ciudad lo había moldeado: un
superviviente, un vividor, un hombre que sabía moverse tanto entre trajes
elegantes como entre sombras.
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Marcus Smith-Kearns, El FRIKI |
La alarma del teléfono sonó con un tono
robótico que Marcus Smith-Kearns había configurado específicamente para
parecerse al pitido de una nave espacial en despegue. Abrió los ojos con un
suspiro y apartó un par de libros de fantasía que había dejado sobre la cama la
noche anterior. Afuera, la luz del sol apenas se filtraba a través de las
cortinas opacas del pequeño apartamento en las afueras de Denver.
El salón, que hacía también de oficina,
estaba abarrotado de cajas con etiquetas escritas a mano, maquetas a medio
ensamblar, y estanterías llenas de figuras de mechas brillantes. Una taza de
café frío permanecía olvidada junto al ordenador portátil, donde una hoja de
cálculo con pedidos internacionales seguía abierta desde la madrugada.
Marcus, con el cabello revuelto y una
camiseta que alguna vez fue negra, se estiró mientras caminaba hacia la cocina.
En el camino recogió una figura de plástico que había derribado accidentalmente
el día anterior.
—Otro día en el paraíso, ¿verdad? —murmuró, echándole un vistazo a un cartel de una convención de ciencia ficción pegado en la pared.
A las diez en punto, comenzó su rutina.
Llamadas, correos y una videoconferencia con un distribuidor japonés. Su
japonés era básico, pero suficiente para el negocio. Los números y las maquetas
hablaban el mismo idioma.
—Sí, estoy interesado en las ediciones
limitadas del “Gundam RX-78-2”, pero necesito confirmación del stock antes de
cerrar el trato —dijo con tono firme, aunque con la mirada distraída en una
hoja que garabateaba sin sentido.
Entre llamada y llamada, Jennifer, su novia,
le envió un mensaje: "No olvides la reunión de esta noche en el centro de
meditación. Tienen un orador sobre energía elemental." Marcus esbozó una
sonrisa y respondió con un simple: "Ahí estaré."
Después del almuerzo, consistente en una
pizza recalentada, Marcus dedicó la tarde a empaquetar los pedidos del día. La
tarea era metódica y, para él, casi meditativa. Una ligera sonrisa cruzó su
rostro al colocar cuidadosamente una figura de un “Eva Unit-01” en su
caja.
Cuando el reloj marcó las cinco, decidió
tomarse un descanso. Cogió un libro sobre mitos paganos de la biblioteca
improvisada que ocupaba una esquina del salón. Mientras leía, su mente divagaba
entre el texto y una idea para un nuevo proyecto: importar libros de ciencia
ficción japonesa inéditos en Estados Unidos.
La noche llegó rápidamente. Marcus se cambió
a regañadientes su camiseta desgastada por una camisa de cuadros limpia, más
por insistencia de Jennifer que por voluntad propia. Al salir hacia la reunión
de meditación, se ajustó el abrigo y miró la luna con aire pensativo.
Era un hombre de pasiones extrañas y pocos amigos, pero en su mundo de ciencia ficción, comercio y espiritualidad, Marcus Smith-Kearns había encontrado un rincón donde vivir a su manera.
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Mónica Belhurst, Ayudante del Fiscal del Distrito |
El aroma del café recién hecho llenaba la
casa mientras Mónica Belhurst revisaba sus notas en la mesa del comedor. Era
temprano, y Vincent, su marido, ya había salido para su turno en la comisaría.
Su taza de café aún humeaba en la encimera. Mónica sonrió al ver el pequeño
mensaje que él había dejado junto a ella: "Buena suerte hoy,
Julieta."
Con el cabello negro perfectamente alisado y
un traje azul marino que exudaba confianza, Mónica salió de casa con una
carpeta en la mano. Su destino: la oficina del fiscal del distrito.
Al llegar, el ambiente era frenético como
siempre, pero Mónica caminaba con la calma de alguien que sabe que el control
está de su lado. Park Morgan, su mentor y amigo, ya la esperaba en la sala de
reuniones.
—¿Lista para la audiencia de hoy? —preguntó
él, alzando una ceja.
—Siempre —respondió Mónica con una sonrisa
segura mientras colocaba sus papeles en la mesa.
La mañana transcurrió entre interrogatorios,
declaraciones y una actuación en la sala del tribunal que, aunque técnicamente
impecable, carecía del filo habitual de Mónica Belhurst. Se le notaba ausente,
con la mirada fija en los papeles pero los pensamientos en otra parte. La
defensa, más astuta de lo esperado, aprovechó cada pequeña vacilación, y al
final del día el veredicto fue un golpe seco: absolución por falta de pruebas.
El murmullo en la sala fue inmediato. Mónica
mantuvo el tipo, recogió sus carpetas con calma y salió sin mirar a nadie.
Park Morgan, su amigo y superior, la alcanzó
en el pasillo del juzgado.
—Impresionante, como siempre. Estás hecha
para esto, Mónica.
Ella se giró con una sonrisa tensa, más gesto
de cortesía que de victoria.
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Park Morgan, Fiscal del Distrito |
Y siguió caminando.
La tarde la llevó al teatro comunitario.
Cambiando el traje por una blusa sencilla y unos pantalones cómodos, Mónica
dejó su rol de fiscal en la puerta. Sobre el escenario, junto a Emerson
Wilkershire III, ensayaban una de las escenas más emotivas de Romeo y Julieta.
—Julieta, tu energía hoy está deslumbrante
—comentó Emerson con una sonrisa después de un ensayo particularmente
apasionado.
—Gracias, Emerson. Aunque creo que todavía
necesito ajustar el tono en la última línea —respondió Mónica, siempre
perfeccionista.
Al caer la noche, Mónica volvió a casa.
Vincent estaba esperándola, relajado en el sofá con un partido de béisbol en la
televisión. Al verla entrar, apagó la pantalla y se levantó para
abrazarla.
—¿Cómo fue el día? —preguntó él, besándola en
la frente.
—Intenso, pero bueno. Ganamos un punto
importante en el caso, y el ensayo fue increíble. ¿Tú? —respondió ella, dejando
su cartera en la mesa.
—Lo de siempre, pero no tan emocionante como
lo tuyo.
Mientras cenaban juntos, Mónica habló de sus
planes futuros, tanto en el caso como en el teatro, y Vincent la escuchaba con
atención.
Cuando finalmente se acostaron, Mónica se permitió un momento de reflexión. Entre el tribunal y el escenario, su vida era un equilibrio constante, agotador, pero no lo cambiaría por nada.
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Theresa Harper, "Terri", Profesora de Química y Empresaria |
El reloj marcaba las seis de la mañana cuando
Theresa Harper, conocida como Terri entre los pocos que realmente la conocían,
apagó su alarma. Su apartamento en un barrio tranquilo de Denver era el reflejo
de su vida: ordenado, eficiente y cuidadosamente decorado con un estilo moderno
que transmitía calidez.
Comenzó el día con una taza de té verde
mientras repasaba un artículo científico sobre compuestos organometálicos en su
tablet. La investigación era un pequeño lujo que rara vez podía permitirse
entre las clases, reuniones y compromisos empresariales.
A las siete y media estaba frente al espejo,
ajustándose un blazer azul oscuro que combinaba perfectamente con su falda
lápiz. Su día comenzaba oficialmente en el instituto donde enseñaba química, y
sus estudiantes la esperaban con una mezcla de respeto y admiración.
—Buenos días, chicos. Hoy vamos a explorar
cómo los catalizadores funcionan en las reacciones químicas. —Su voz era firme
pero accesible, y tenía esa habilidad de hacer que incluso las fórmulas más
complejas parecieran comprensibles.
La clase terminó con los estudiantes
conversando animadamente sobre los experimentos y algunos acercándose para
hacer preguntas. Terri sonrió al ver su entusiasmo; momentos como ese le
recordaban por qué había elegido enseñar. Sin embargo, no tenía tiempo para disfrutar
del todo del éxito de la lección; su agenda estaba repleta. Apenas unos minutos
después, ya estaba en su coche camino de su segunda vida: la oficina de su
empresa de consultoría informática.
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Jurgen, Socio Ingeniero |
—Terri, tenemos una cena con los de Quantum Solutions esta noche. Flash dice
que pueden ser difíciles, pero creo que contigo de nuestro lado no hay trato
que se resista —dijo Jurgen, sin apartar la vista de su pantalla.
Terri asintió. Sabía que el equilibrio en la
empresa dependía de ella. Jurgen era brillante pero poco sociable, y Flash era
carismático pero a veces demasiado informal. Su trabajo era mantener todo
funcionando, y lo hacía con una habilidad que no dejaba de impresionar a sus
clientes.
La reunión con un cliente por la tarde
prometía ser un ejemplo clásico del estilo de Theresa Harper: cálida,
profesional y siempre preparada. Había repasado su presentación, dominaba los
términos técnicos y tenía listas varias metáforas para facilitar la comprensión
de los aspectos más complejos del software.
Pero al llegar al lugar acordado, la sala de
conferencias estaba vacía.
Esperó diez minutos. Luego quince.
Finalmente, una recepcionista se acercó con
una sonrisa incómoda: los ejecutivos habían cancelado. No estaban interesados.
No dieron más explicaciones.
Theresa guardó su portátil con calma, se puso
de pie y agradeció a la recepcionista. Era un golpe bajo, pero así era la vida.
Se ajustó la chaqueta, salió a la calle bajo el cielo encapotado y marcó un
número en su teléfono. Tenía que pensar en el siguiente paso.
Al caer la tarde, Terri volvía a su
apartamento. Encendió una lámpara en su escritorio y dedicó unas horas a
preparar su próxima clase. Entre fórmulas químicas y esquemas de reacciones,
encontró unos minutos para leer un capítulo de una novela histórica que llevaba
semanas intentando terminar. "La
casa de los espíritus" de Isabel Allende. Aunque mezcla realismo mágico
con historia, este libro ofrece un retrato profundo de generaciones de una familia
en un país ficticio latinoamericano. Terri podría disfrutar de los temas de
resistencia y fortaleza femenina.
La noche la llevó a la cena con los clientes,
donde su habilidad para hacer que todos se sintieran cómodos volvió a brillar.
Regresó a casa exhausta pero satisfecha, consciente de que había cumplido con
todos los compromisos del día.
Antes de irse a la cama, echó un último vistazo a su agenda para el día siguiente. Con una sonrisa, pensó: "Otro día lleno, pero todo está bajo control."
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El Sótano |
El frío fue lo primero que sintieron, un frío
áspero que calaba los huesos y parecía provenir del suelo. Una a una, las
conciencias comenzaron a abrirse paso a través de la niebla del sueño. El aire
olía a humedad y algo más, algo metálico que ninguno de ellos pudo identificar
al principio.
Arnold "Flash" Simpson abrió los
ojos, el suelo de cemento bajo su espalda amplificaba la sensación de un frío
antinatural que no podía explicarse. Sin embargo, lo que realmente lo
desconcertó fue un sonido que no debería estar allí: un ritmo, bajo y
constante, como un tambor lejano.
Mónica Belhurst despertó a pocos pasos de él,
con una claridad inusual que la sobresaltó. La fiscal estaba acostumbrada a
situaciones de estrés, pero lo que sentía ahora no se parecía a nada que
hubiera experimentado antes. Su estómago rugió, no de hambre, sino de algo más
profundo, algo que la hizo tragar saliva. Cuando giró la cabeza, vio a Vincent
a su lado, todavía adormilado.
Su marido, a pocos pasos de ella, estaba
tumbado boca arriba. Emitió un leve gemido antes de responder, todavía
aturdido.
—Estoy aquí... ¿Dónde estamos?
Terri Harper se levantó despacio,
sosteniéndose contra una pared de ladrillo. Un olor dulce, cálido y tentador
llenó sus sentidos. No supo de dónde provenía, pero su boca comenzó a salivar
de una manera que no podía controlar.
—No lo sé, pero... esto no es bueno —dijo, su
voz temblorosa.
En otro rincón del lugar, una pequeña figura
comenzó a moverse. Era Suzy, la niña de ocho años, que se aferraba a su madre,
Mavis Jackson, una joven bibliotecaria de con el cabello alborotado y una
expresión de absoluto pánico.
—Mamá... tengo frío... —susurró la niña,
acurrucándose contra ella.
—Tranquila, cariño, estoy aquí. No te pasará
nada —respondió Mavis, aunque la inseguridad en su tono no pasó
desapercibida.
Marcus Smith-Kearns despertó con una presión
en el pecho. Se sentía diferente, más alerta. Los sonidos del lugar lo
inundaban: gotas cayendo, el roce de la ropa de los demás... y, sobre todo, los
latidos. Su mirada se fijó en Mavis y Suzy, pero la apartó de inmediato,
avergonzado por una sensación desconocida que lo invadió.
Emerson Wilkershire III, quien inspeccionó el
lugar con una mezcla de incredulidad y desagrado.
De pronto, un chasquido iluminó el espacio.
Vincent encendió su mechero, la pequeña llama arrojando luz sobre los rostros
confusos. Mónica nunca se había alegrado tanto de que su marido fumase.
Para algunos, no fue la visión del sótano lo
que los dejó helados, sino la forma en que Mavis y Suzy parecían brillar. Sus
pieles tenían un matiz rosado, y un calor casi visible emanaba de ellas.
Marcus apartó la mirada como si le hubieran
clavado puñales en los ojos y quedó cegado.
El aire se cargó de tensión. Flash se puso de
pie de un salto, pero al hacerlo, notó algo extraño en sus movimientos: eran
demasiado fluidos, demasiado rápidos.
La llama del mechero proyectaba sombras
danzantes en las paredes de ladrillo. Era un sótano, húmedo y cerrado, con un
techo bajo y vigas de madera que parecían a punto de ceder. El suelo era de
cemento, frío y áspero bajo sus manos. En las esquinas, manchas de humedad
subrayaban el abandono del lugar.
Un escalofrío recorrió a todos al mismo
tiempo, como si algo invisible hubiera pasado entre ellos. No era solo el frío
físico; era la inquietante sensación de estar atrapados en un lugar desconocido
sin ninguna explicación.
Todos estaban demasiado concentrados en otra
cosa: el ritmo hipnótico de los corazones que escuchaban. Era un tamborileo que
no podían ignorar, un llamado que resonaba en su interior, mezclado con el
aroma embriagador de la sangre que corría por las venas de Vincent, Mavis y
Suzy.
—¿Alguien reconoce este lugar? —preguntó
Vincent, aún intentando ubicarse, mientras ayudaba a Mavis a levantarse.
Nadie respondió. Los ocho se miraron a la luz
del mechero, sus rostros reflejando miedo y confusión.
Mónica se obligó a apartar la mirada de su
marido. Su mente lógica intentaba buscar respuestas, pero su cuerpo reaccionaba
de formas que no entendía.
—¿Cómo hemos llegado hasta aquí? —preguntó
Mavis, rompiendo el silencio.
—¿Y si no estamos solos mami? —preguntó Suzy
con voz temblorosa, agarrando la mano de su madre con fuerza.
Ese pensamiento hizo que todos se quedaran
inmóviles por un instante, escuchando con atención los sonidos del lugar. Solo
se oía el goteo rítmico de agua en alguna parte, cada gota rebotando en el eco
de las paredes.
La llama del mechero parpadeó y, por un
momento, la oscuridad pareció cerrarse sobre ellos como un manto.
Terri, se dio cuenta de que llevándose la
mano al pecho, su corazón inmóvil parecía burlarse de su necesidad de
latir.
Flash miró a Mónica, sus ojos encontrándose
en un entendimiento tácito. Ellos lo sabían, aunque no podían explicarlo. Algo
había cambiado en ellos. Algo irreversible. Y, mientras observaban a los tres
humanos en la habitación, un instinto primario comenzaba a cobrar fuerza.
El mechero de Vincent parpadeó, y por un instante,
la oscuridad pareció envolverlos de nuevo. Pero el hambre seguía ahí, ardiente
y creciente, una sombra que no podían ignorar.
La salida y el infierno en la superficie
La penumbra del sótano era opresiva, pero lo
peor era el calor que parecía intensificarse con cada minuto.
Vincent fue el primero en descubrir la
trampilla en el techo, al final de una pequeña escalera de madera carcomida.
Subió con rapidez, impulsado por la necesidad de escapar, alcanzando la
trampilla y empujándola.
El contacto fue inmediato y devastador. Su
palma tocó la superficie metálica, y un dolor punzante lo hizo soltarla de
inmediato. Mostrando la palma enrojecida mientras bajaba apresuradamente los
escalones.
Vincent se acercó y colocó una mano en el
marco de la escalera, sintiendo el calor abrasador que irradiaba desde la
trampilla.
—Hay un incendio ahí arriba... y no podemos
salir por ahí —dijo con voz tensa, observando a los demás con preocupación.
El calor en el sótano seguía aumentando, y el
aire se volvía cada vez más denso. Fue entonces cuando Marcus, tambaleándose,
tocó la pared sur y sintió algo diferente.
—Esta pared está más fresca. —aseguró Marcus
con tono de victoria.
La humedad rezumaba del ladrillo, y al
golpear de nuevo, un sonido hueco resonó en el espacio. Vincent se acercó,
inspeccionando la pared con una mirada calculadora.
—Esto no parece muy sólido. Si logramos
derribarla, podría haber algo al otro lado.
Flash empezó a golpear la pared con
desesperación mientras el aire en el sótano se volvía irrespirable y el calor
insoportable. Dio una patada, luego otra, y se detuvo un segundo, sorprendido
de lo frágil que era. La había tocado antes y no parecía tan endeble. ¿De dónde
había sacado tanta fuerza? ¿Sería la adrenalina? No lo sabía, pero no paró.
Finalmente, los ladrillos cedieron, revelando un pequeño túnel húmedo que
descendía hacia la oscuridad.
—¿Es un pozo de servicio? —preguntó Vincent,
mirando el espacio con desconfianza.
—No importa lo que sea, es nuestra única
opción —respondió Mavis, agarrando la mano de Suzy mientras comenzaban a
avanzar.
Flash jadeaba, con el corazón martilleándole
el pecho —aunque, en realidad, si alguien hubiera puesto una mano sobre él,
habría notado algo extraño, como si su pulso se hubiese vuelto errático… o casi
inexistente.
El agujero en la pared rezumaba humedad y
oscuridad, pero a Flash no le importaba. Tenía que salir, tenía que respirar,
tenía que... algo más. Un anhelo urgente, visceral, lo empujaba más allá de la
lógica. Se giró bruscamente al notar una presencia detrás de él.
Vincent lo había seguido hasta el muro
derruido.
—¡Ey! Espera un segundo, ¿estás bien?
—preguntó, acercándose para tocarle el hombro.
Pero algo se encendió en el interior de
Flash. Un ansia casi animal. Giró con un gruñido gutural y lo siguiente que
supieron todos fue que Vincent cayó de espaldas, atrapado bajo el cuerpo de
Flash, que le sujetaba la muñeca y tenía los labios separados, los colmillos al
descubierto, apuntando directo al cuello.
—¡¡Flash!! —gritó Marcus, corriendo sin
pensarlo—. ¡¡Detente!!
Con un empujón desesperado, logró apartarlo.
Flash rodó por el suelo, levantándose como un felino acorralado. Sus ojos
brillaban, el pecho subía y bajaba... y luego parpadeó, confuso.
—¿Qué… qué coño acabo de hacer?
Vincent se incorporó, aturdido, los colmillos
de Flas habían estado a punto de clavársele en la piel.
—¿Ibas a morderme? ¿¡Estás loco!?
—¡No! No lo sé, joder. No era yo. Algo me
pasa —dijo Flash, llevándose las manos a la cabeza—. Desde esta mañana... no he
comido, no he dormido bien, ¡me siento... distinto!
Theresa, con el rostro pálido, lo miraba
desde el otro lado del agujero.
—Flash... tus dientes. Esto no es estrés.
—¿Entonces qué es? —preguntó él, con un
temblor en la voz.
Nadie respondió al instante. Marcus se acercó
lentamente, con las palmas abiertas.
El silencio cayó sobre ellos como una losa.
Afuera seguía lloviendo.
—Un malentendido —dijo Vincent, frotándose el
cuello con una mueca—. Pero más te vale que no se repita.
Flash asintió, con la mirada clavada en el
suelo.
Y en el fondo, lo sabía: no había sido un
malentendido. Había sentido el latido bajo la piel de Vincent. Había deseado
ese calor. Lo que fuera que había empezado en aquel lugar, no se había quedado
atrás.
Estaba dentro de él. Y no tenía vuelta atrás.
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El Desconocido |
La noche en Denver era oscura y tranquila,
exceptuando los reflejos de luz de la luna sobre las calles y el elegante
Corvette aparcado frente a la mansión de Emerson Wilkershire III. La residencia
estaba envuelta en un aura de opulencia, con jardines cuidadosamente cuidados y
una puerta de entrada imponente. Emerson, aún con su atuendo impecable, salió
del coche con una expresión relajada y satisfecho tras su jornada.
A medio camino hacia la puerta, una sombra se
movió rápidamente desde las sombras. Emerson pensó que era su fiel mayordomo,
Windsor Martin, pero al girarse, lo que vio fue un hombre enorme, de barba
desaliñada y mirada intensa.
Sin decir una palabra, el hombre se lanzó
hacia él. Su movimiento fue rápido y preciso, y en cuestión de segundos,
Emerson se encontró en el suelo. Su cuerpo se sentía pesado, como si cada
respiración le costara trabajo.
El hombre se inclinó sobre él, sus ojos
brillaban con una intensidad aterradora, casi sobrenatural.
—Sueña —murmuró, su voz rasposa y profunda
resonando en la noche.
Emerson intentó resistirse, pero cada
parpadeo se volvía más lento, hasta que finalmente su mente se sumió en la
oscuridad.
Callejón Oscuro
La noche en Denver era fría y húmeda, y el
bullicio del club comenzaba a disiparse. Theresa Harper y Flash salían del The Velvet Vow, cada uno en su mundo de
pensamientos. Terri, con su habitual aire despreocupado y elegante, ajustó su
abrigo mientras caminaban por el callejón a oscuras. Flash, por su parte,
mantenía su mirada alerta, pero no parecía preocupado. Sin embargo, ambos eran
conscientes de la soledad que esa zona desierta ofrecía.
De repente, desde las sombras, emergió un
hombre enorme. Su barba desaliñada se mezclaba con la oscuridad, y su presencia
parecía dominar el espacio a su alrededor. Con movimientos precisos y rápidos,
se acercó a ellos. No hubo advertencia, solo una repentina aparición.
Pero el hombre fue más rápido. Lo agarró por
el brazo con fuerza descomunal, inmovilizándolo en un instante. Su mirada
intensa no parecía humana, casi hipnótica.
Flash, intentando liberarse, pero su cuerpo
se volvió pesado, como si el aire estuviera comprimido a su alrededor.
Terri dio un paso atrás, pero el hombre
dirigió su atención hacia ella, sus ojos penetrantes clavados en los de
ella.
—No intentes escapar —dijo con voz
grave.
Terri se detuvo, inmóvil. Su aliento se
volvió irregular y un hormigueo frío la recorrió. Una extraña sensación de
somnolencia comenzó a apoderarse de ella. La claridad de su mente se
desvanecía, como si el tiempo se detuviera a su alrededor.
Flash se desmayó al instante, su cuerpo
colapsando sobre el suelo del callejón. La intensidad en la mirada del hombre
seguía fija en Terri, aunque su agarre se suavizó ligeramente.
—No temas, pequeña —murmuró con una sonrisa
que no alcanzó sus ojos.
Terri cayó de rodillas, su cabeza
inclinándose hacia adelante hasta que tocó el suelo. La oscuridad la envolvía,
pero no había pánico, solo una quietud absoluta.
En la Noche
La casa de Marcus Smith-Kearns era un refugio
tranquilo, repleto de figuras japonesas y recuerdos de sus días como fanático
de la ciencia ficción. La noche caía silenciosa sobre Denver, y el ambiente en
la casa reflejaba su personalidad solitaria y introspectiva. Las estanterías
estaban llenas de libros, maquetas y katanas decorativas cuidadosamente
exhibidas en la pared.
De repente, un sonido rompió la calma: un
crujido suave, casi inofensivo, pero lo suficientemente fuerte para interrumpir
la paz. Marcus, en su camisón de noche cómodo y despeinado, se levantó de su
silla en el salón, su reflejo débil en las vitrinas iluminadas por la luna, mientras
su mano buscaba una de sus numerosas katanas, colocada en su soporte junto a la
entrada.
Avanzó con cuidado, su expresión alerta, cada
paso un movimiento calculado hacia el origen del ruido. Pero cuando llegó al
vestíbulo, un hombre apareció de la penumbra. Era enorme, con una barba
desaliñada que parecía absorber la luz y unos ojos intensos que transmitían una
fuerza sobrenatural.
Marcus apretó la katana con firmeza, pero
antes de que pudiera siquiera intentar un ataque, el hombre se movió con una
rapidez inesperada. Con un solo movimiento, desarmó a Marcus con facilidad, la
katana fue empujada suavemente pero firmemente hacia el suelo.
—No es necesario —dijo el hombre, su voz
profunda resonando en el silencio de la casa.
Marcus intentó moverse, pero su cuerpo se
sentía cada vez más pesado, su mente nublada por una extraña sensación de
sueño. Los ojos del hombre se clavaron en los suyos, hipnotizantes y
penetrantes.
—Duerme —susurró el desconocido con
suavidad.
Marcus parpadeó lentamente, y antes de que pudiera articular palabra, su cuerpo colapsó en el suelo. La última imagen en su mente fue la figura oscura de su atacante antes de que todo se tornara en una quietud total.
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Vincent Belhurst, Marido de Mónica |
La noche en Denver estaba tranquila, y la
brisa suave acariciaba las calles iluminadas por la luz de la luna. Mónica y
Vincent regresaban a su elegante casa en Cherry Hills tras haber disfrutado de
una obra en el teatro local. La última función había sido emotiva, una
adaptación moderna de Macbeth, con un toque oscuro y conmovedor.
Vincent aparcó su coche frente a la casa y
ambos bajaron, todavía inmersos en las emociones de la obra. Mónica hablaba de
los momentos destacados, su voz suave y reflexiva, mientras subían por la
entrada principal.
—La interpretación de Macbeth fue
impresionante, pero algo en Lady Macbeth me desconcertó —decía Vincent,
entrelazando sus dedos con los de Mónica.
Justo al girar hacia la puerta principal, la
figura de un hombre apareció desde la esquina de la casa.
—¿Qué…? —murmuró Vincent, frunciendo el ceño
mientras intentaba entender quién o qué estaba allí.
El hombre era enorme, su barba desaliñada y
desproporcionada contrastaba con su cuerpo musculoso y su mirada intensa. No
soltó palabra alguna, solo avanzó con movimientos calculados, como una sombra
del pasado, y su presencia absorbió la calma nocturna.
Mónica intentó retroceder, pero el hombre fue
más rápido. Con un simple movimiento, la empujó suavemente contra la pared,
inmovilizando a ambos.
—No... —susurró Vincent, intentado liberarse para coger su arma en el cajón del aparador de la entrada, pero su cuerpo se sentía pesado, como si un peso sobrenatural lo arrastrara al suelo.
Los ojos del hombre brillaban con una
intensidad sobrenatural, casi hipnótica. Vincent luchaba con cada fibra de su
ser, pero el poder que emanaba el hombre era abrumador.
—Duerme —murmuró el hombre con voz suave,
casi susurrante.
Vincent cerró los ojos y se dejó caer al suelo, sumido en un sueño profundo y enloquecedor. Mónica intentó luchar, sus ojos se llenaron de lágrimas mientras trataba de resistir, pero cada movimiento se volvió más lento y doloroso. Finalmente, su mirada se tornó vacía y su cuerpo se hundió en la oscuridad.
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Mavis la Bibliotecaria y su hija Suzy |
El túnel conducía a un sistema de
alcantarillado, donde el aire era pesado y el olor acre, pero al menos
respirable. El ambiente era húmedo, y las paredes rezumaban agua turbia. Sin
embargo, el alivio de encontrar una salida se mezclaba con una creciente
tensión.
Mavis, Suzy y Vincent parecían irradiar un
calor y un olor casi insoportablemente atractivos para los demás. Mónica a lado
de su marido, especialmente, comenzaba a sentir una urgencia en sus cuerpos,
una necesidad que no podía reprimir. Sus ojos se desviaban constantemente hacia
el cuello de su marido, y las alucinaciones comenzaban a deslizarse en sus
mentes: imágenes de piel desgarrada y sangre fluyendo libremente.
El grupo avanzaba en silencio tenso, hasta
que Vincent, que iba en cabeza, se detuvo bruscamente.
—¿Qué demonios...? —susurró, señalando a
Terri.
Todos giraron la cabeza hacia ella. Sus ojos,
normalmente azul claro, brillaban como dos candiles rojos en la oscuridad.
—¡¿Qué es eso?! —exclamó Mavis, alejándose
instintivamente mientras abrazaba a Suzy con fuerza.
Terri parpadeó, confundida.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó, su voz
temblorosa.
—¡Tus ojos! —dijo Vincent, dando un paso
atrás.
Terri se tocó el rostro, sintiendo un extraño calor en sus párpados. Un momento después, la intensidad de los destellos rojos desapareció, y sus ojos volvieron a su color habitual. Vincent pensó que la presión del momento le había jugado una mala pasada.
La humedad de las cloacas les calaba hasta
los huesos. Bajo sus pies, el agua sucia corría con un murmullo constante. En
la penumbra, solo el eco de sus pasos y los resoplidos ahogados rompían el
silencio. Nadie hablaba. Nadie quería hacerlo.
Mónica caminaba al frente, con los hombros
tensos, los labios apretados y la mirada perdida. El pelo, empapado, le caía
sobre los ojos como un velo negro. Vincent se le acercó con cuidado, la voz
baja, casi temerosa.
—Moni, espera ¿Estás bien?
Ella se giró bruscamente. Sus ojos lo miraban
de un modo extraño y profundo. Su respiración era irregular. Por un instante,
pareció no reconocerlo.
—Estoy bien —dijo, pero su voz sonó hueca,
ajena.
Vincent no se detuvo. Le tomó el brazo con
suavidad, buscando su mirada.
—Mónica… mírame. ¿Qué está pasando?
Y entonces ocurrió. En un parpadeo, ella lo empujó
contra la pared húmeda del túnel, sujetándolo con una fuerza que no parecía
humana. Su boca se abrió, sus colmillos —porque eran colmillos, nadie podía
fingir que no los veía— relucieron bajo la escasa luz. El cuello de Vincent
quedó expuesto, palpitante.
—¡No! —gritó Emerson, abalanzándose sobre
ella con rapidez.
Flash lo siguió, todavía tembloroso por lo
que él mismo había estado a punto de hacer con Vincent poco antes. Entre los
dos lograron apartarla, sujetándola mientras ella jadeaba, confundida, con los
ojos como platos.
—¿Qué… he hecho? —susurró Mónica, cayendo de
rodillas—. Yo no quería…
Vincent, pálido, se pasó una mano por el
cuello, sin decir nada.
Entonces Marcus dio un paso adelante. Su voz
era seca.
—A partir de ahora, los caminantes van por
separado.
—¿Los qué? —dijo Suzy, con el ceño fruncido.
—Los que aún no han intentado comerse a nadie
—respondió Marcus, sin mirar a nadie en concreto—. Vincent, Suzy, Mavis… vais
delante. Mantened distancia. Nosotros os seguiremos.
—¿Eso es en serio? —preguntó Flash, dolido.
—Es por todos. Hasta que sepamos qué está
pasando. Mejor así —concluyó Marcus.
Vincent no discutió. Solo tomó a Suzy de la
mano, y se echó a andar. Mavis los siguió sin decir una palabra.
Mónica no se movió. Emerson se agachó junto a
ella, en silencio. Nadie necesitaba explicar lo que había pasado.
La línea entre ellos se había trazado.
Y no se borraría tan fácilmente.
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Finalmente, alcanzaron una alcantarilla que parecía conducir al exterior. Una escalera metálica, oxidada y resbaladiza, ofrecía una salida hacia un resquicio de luz. Flash fue el primero en subir, empujando la pesada tapa hacia un lado.
—Estamos fuera... —anunció, pero su voz temblaba.
Al salir, el grupo se encontró con una escena impactante: una mansión, situada en una zona apartada, estaba envuelta en llamas. Las llamas rugían con furia, iluminando el cielo nocturno y reflejándose en sus rostros. Una multitud observaba desde la distancia, y el calor abrasador parecía emanar hasta donde estaban ellos.
La visión del fuego fue devastadora. Era como si cada fibra de su ser gritara en pánico, exigiéndoles que huyeran.
Uno tras otro, escaparon, incapaces de soportar el terror que les provocaba el fuego. Vincent se quedó inmóvil, observando a los demás huir antes de girarse hacia la multitud.
—Voy a avisar a las autoridades —dijo Vincent andando hacia ellos.
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Winsord Martin, Mayordomo de Emerson |
La noche en Denver estaba oscura y tranquila,
y Emerson Wilkershire III esperaba pacientemente a la llegada de su mayordomo,
Windsor Martin, quien siempre cumplía con su deber de conducirlo a casa. Estaba
con su elegante traje negro manchado y rasgado por todas partes, mientras sus
ojos atentos observaban
En ese instante, una figura menuda avanzaba
por la acera, ajena al peligro. Era una anciana, llevaba un diminuto Bichón
Maltés blanco que trotaba alegremente a su lado. Emerson la vio a lo lejos. Su
andar pausado, la ternura casi infantil del animal… Había algo hipnótico en
aquella escena, algo que lo atraía con una intensidad que nunca había sentido.
Y entonces, el hambre.
Primero como un susurro. Luego, como una
presión en el pecho. Un anhelo crudo, visceral, que no tenía nombre. Su
garganta se secó. Sus pupilas se dilataron. El calor de la vida que se
derramaba desde aquella anciana lo llamaba con una dulzura insoportable.
Emerson intentó apartar la mirada. Se giró.
Respiró hondo. Pero fue inútil.
Cuando la mujer pasó frente a su casa, sintió
que algo en su interior se rompía. Sus músculos se tensaron, el cuerpo
preparándose para saltar… cuando, como surgido de una grieta en la realidad,
Marcus Smith-Kearns apareció. Una sombra entre sombras. Avanzó con pasos
suaves, sin romper el silencio de la calle.
Flash también emergió de la penumbra, los
ojos inyectados, las manos crispadas.
Los tres se acercaron a la anciana, envueltos
en una tensión invisible. Una jauría elegante, disimulada. A centímetros de
ella. A punto de actuar.
Pero no lo hicieron.
El instinto fue vencido. Apenas unos segundos
para arrepentirse el resto de su vida.
El Bichón soltó un ladrido agudo. La mujer
dio un respingo, abrazando a su mascota con fuerza. Los miró, confundida, y se
fue apresurando el paso.
Emerson temblaba. No de miedo, sino de
hambre. Su mente era un campo de batalla entre la lógica y algo nuevo, oscuro,
feroz.
Entonces, a lo lejos, una limusina negra se
detuvo con suavidad. Tras el parabrisas, Windsor observaba. Imperturbable. Con
una leve inclinación de cabeza, saludó a su señor.
Y la noche volvió a respirar.
—Vamos, señor —murmuró Windsor, con esa calma
inquebrantable que usaba cuando el mundo parecía tambalearse. Su voz no era una
orden, sino un escudo, como si intentara proteger a Emerson… incluso de sí
mismo. Luego abrió con delicadeza la puerta trasera del coche, aguardando en
silencio.
Emerson permaneció quieto unos segundos, los
ojos todavía fijos en el final de la calle por donde la anciana había
desaparecido. Luego se volvió hacia los demás.
—¿Queréis que os lleve a casa?
Todos asintieron, quizá más por inercia que
por confianza. Solo Marcus negó con la cabeza. Sin decir una palabra, echó a
andar calle abajo, las manos en los bolsillos, como si necesitara que la noche
lo tragara a solas.
El trayecto en coche transcurrió sin una sola
palabra.
El interior estaba templado, pero Emerson
sentía el frío en los huesos. No en la piel, sino en lo más profundo. A cada
curva, la imagen de la mujer y su pequeño perro volvía, flotando en su mente
como un espejismo que no lograba disiparse. Un deseo que no sabía nombrar. Un
fuego que, por ahora, el hielo de la noche conseguía contener.
Pero solo por ahora.